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El combate donde Prat y Grau unieron fuerzas

No muchos saben que los héroes Arturo Prat Chacón y Miguel Grau Seminario combatieron juntos contra España a solo trece años de la guerra del Pacífico. La batalla se lidió en un pequeño puerto de la comuna de Calbuco en la décima región y se le conoce como el combate naval de Abtao.

LA GUERRA CONTRA ESPAÑA

Fue sostenida por Chile y Perú, como aliados, entre 1865 y 1866 y fue la ocasión para que entraran en la historia naval chilena figuras relevantes como el Capitán de Fragata Juan Williams Rebolledo, posteriormente Comandante en Jefe de la Escuadra Nacional.

-> El 18 de septiembre de 1865, el Almirante español José Manuel Pareja (hijo del General Pareja, muerto en Chile durante la campaña de 1813) recala en Valparaíso para reclamar el desagravio chileno por campañas de descrédito contra España, bajo amenaza de bloquear y destruir los dos principales puertos con su artillería. Chile declara la guerra a España, con una flota de tan sólo 2 buques con una suma de 22 cañones al mando de Juan Williams Rebolledo: Esmeralda y Maipú. Por su lado, España tiene 8 embarcaciones, con 238 cañones.

-> Las naves chilenas fueron enviadas a Chiloé a la espera de las negociaciones diplomáticas para formar una escuadra combinada chileno-peruana para hacer frente al poderío naval español. Perú se encontraba en una revolución interna y su escuadra dividida.

-> El líder revolucionario peruano, Mariano Prado, ofrece ayuda al enviado chileno, Domingo Santa María, y pide enviar a las embarcaciones chilenas a Perú para montar una expedición común. El Capitán de Corbeta, Juan Williams Rebolledo, debió sortear las embarcaciones españolas que controlaban el mar. Una vez en Perú, se entera de que esperan el desenlace de su propia revolución y emprende el viaje de regreso.

-> Los barcos chilenos recalan a reabastecerse de carbón en Lota cuando se enteran de que la goleta española Virgen de la Covadonga custodiaba el puerto de Coquimbo para impedir el contacto con el Perú. Al enterarse, Rebolledo ordena atacarla con la Esmeralda, zarpando el 21 de noviembre.

-> El de noviembre de 1865, la Esmeralda llega a Tongoy, enterándose de que Virgen de la Covadonga viajaría a bloquear el puerto de San Antonio, adelantándose. El 26 de noviembre de 1865 se llevó a cabo el Combate Naval de Papudo, cuando la Esmeralda rompió fuego contra la Covadonga. La artillería de la Esmeralda logró neutralizar al enemigo y la rendición de su Comandante, Luis Fery, entregando el mando a Manuel Thomson Porto Mariño. Rebolledo ordenó el cerrado de las escotillas para reparar la nave en puerto. La Esmeralda resultó sin bajas, mientras que la Covadonga sufrió muertes y heridos, mientras que 6 oficiales y 1 tripulantes quedaron retenidos.

La Virgen de la Covadonga pasó a ser el tercer buque de la escuadra chilena, el mismo que será utilizado posteriormente en los combates navales de Iquique y Punta Gruesa, en 1879, a favor de Chile.

Aparte de la dotación de artilleros, en la cubierta de la Esmeralda se distinguió la promoción de Guardiamarinas del curso de 1858, donde destacaron con relevancia Arturo Prat Chacón, Carlos Condell, Juan José Latorre, Luis Uribe y Jorge Montt, conocidos como el “Curso de los Héroes”, junto con otros participantes de la Guerra del Pacífico en 1879.

En medio de las conmemoraciones del Combate Naval de Iquique y sus consecuencias, hoy es poco difundida la campaña que sostuvieron Chile y Perú contra la Madre Patria, en un intento fallido por retomar esta parte meridional de sus ex colonias.

Días antes del Combate Naval de Papudo, el gobierno peruano fue depuesto por los revolucionarios y Mariano Prado asumió la Presidencia. El nuevo gobierno acordó el envío de su escuadra para unirse a la chilena en Chiloé. Antes de iniciar operaciones ofensivas contra la flota española, las fuerzas peruanas esperarían el arribo de los nuevos blindados a la isla. Se trataba de los históricamente célebres Huáscar e Independencia.

UNA BASE ESTRATÉGICA

El 3 de diciembre de 1865, inician la travesía las fragatas Apurímac y Amazonas y 44 días después las corbetas Unión y América.

En el entretanto, el recién ascendido capitán de navío Juan Williams Rebolledo, con la corbeta Esmeralda, la goleta Covadonga y el vapor Maipú, habían organizado el apostadero naval de Abtao, cerca de la isla de Chiloé. Este lugar de reunión de la flota aliada se dispuso en dos ensenadas (parte del mar que entra en la tierra) colindantes a la isla, ubicada en la ribera norte del canal de Chacao.

Se montó una maestranza capaz de reparar las naves de las naciones aliadas.

LA OFENSIVA ESPAÑOLA Y LA ESTRATEGIA ALIADA

El 10 y 14 de enero, zarpaban de Valparaíso las fragatas enemigas Villa de Madrid, al mando del comandante Claudio Alvargonzález y la Blanca, al mando del comandante Juan B. Topete, en búsqueda de la escuadra aliada.

Una semana más tarde, el Gobierno dispuso el desplazamiento del vapor Maipú hasta Magallanes, a fin de interceptar los transportes hispanos Odessa y Vascongada.

El 4 de febrero, se presentaron para el servicio en Abtao las corbetas peruanas Unión y América, muy escasas en carbón y víveres. Al día siguiente, el capitán de navío Juan Williams Rebolledo decidió ir con la Esmeralda a Ancud para procurar los elementos logísticos requeridos por las corbetas peruanas, dejando al mando al jefe de la división peruana, Manuel Villar.

EL MOMENTO DE LA VERDAD

El 7 de febrero, el vigía del apostadero anuncia a las 6.30 un buque a la vista que se creyó podría ser la corbeta Esmeralda. 90 minutos después se identifica, sin lugar a dudas, a las fragatas enemigas con una navegación muy lenta y precavida. Recién a las 3 de la tarde quedaron los contendientes a la vista.

El tiempo disponible desde el avistamiento inicial fue suficiente y muy bien aprovechado para preparar la fuerza aliada para el combate. Se calentaron máquinas y anclaron las 4 naves en línea de fila estrecha, unidas con espías (cuerdas con que se atan las embarcaciones para dar estabilidad), de manera de cubrir con sus cañones los dos accesos a la ensenada.

Se completaron las dotaciones vacantes en las dos corbetas recién arribadas, los cañones montados en tierra fueron cubiertos y se estableció una enfermería de campaña.

A las 3.30 de la tarde, la Apurímac rompió el fuego, y fue seguida por todas las unidades aliadas a una distancia de alrededor de 1.500 metros.

Durante el combate se le cortó una espía a la corbeta América. Ante ello, la Covadonga, al mando de Manuel Thomson Porto Mariño largó la suya a la Unión y fue a remolcar a la América, que se estaba bajo fuego del enemigo.

Cortado el remolque, decidió cañonear a la Blanca, que se creía varada. La Covadonga se acercó a 600 metros de su enemiga, cañoneándola por sobre el istmo (franja de tierra que une dos áreas mayores) que forma la isla Abtao y que lleva ahora el nombre de Thomson.

El duelo artillero se prolongó por casi dos horas, intercambiando entre adversarios unos 2.000 tiros, sin resultados decisivos. Esto, porque las naves españolas no se animaron a acortar la distancia, implicando para ellos el riesgo serio de varar por desconocimiento de la hidrografía de Abtao.

Optaron por retirarse hacia Valparaíso, sin haber podido dar cumplimiento a la misión asignada.

¡La fuerza aliada había triunfado en el rechazo de las naves atacantes!

UN BALANCE DEL COMBATE

En el Combate Naval de Abtao, durante la Guerra contra España en 1866, lucharon por el mismo bando y causa aliada, los jóvenes oficiales, Arturo Prat y Carlos Condell, por Chile, a bordo de la Covadonga. Por otra parte, Miguel Grau, a bordo de la Unión, y Juan Guillermo Moore, en la Apurímac, por Perú.

Todos ellos amigos fraternos y futuros comandantes rivales de la Esmeralda y Covadonga, por nuestro país, y Huáscar e Independencia por el país vecino.

Los combates navales de Iquique y Punta Gruesa tomaron lugar solo 13 años después, el 21 de mayo de 1879. Estos hombres, que debieron anteponer las prioridades de sus propias naciones a la amistad que los unía, se convirtieron en los máximos héroes navales en sus respectivos países.

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miércoles, 3 de junio de 2009

La guerra de Perú, Argentina y Bolivia contra Chile, que no fue – Acosado por tres frentes - Oiga 16/08/1993

LA opinión pública chilena ha seguido con especial atención los artículos de la revista santiagueña Qué pasa, que revelan las supuestas amenazas bélicas que sufrió Chile durante el régimen del general Augusto Pinochet. En los dos primeros artículos de dicha revista, reproducidos por OIGA en su edición de la semana pasada, Qué pasa narró la crisis que puso a Chile y Perú al borde de la guerra entre los años 1973 y 1975. El inten­to de agresión peruana —afirma la revista chilena— se paró por la enfermedad del general Juan Velasco y la amenaza se esfumó cuando el general Francisco Mora­les Bermúdez, enterado de los planes béli­cos del líder de la revolución peruana du­rante una visita a Cuba, apresuró su regre­so al país y dio el golpe de Estado que derrocó a Velasco el 29 de agosto de 1975.

En esta oportunidad, Qué pasa escribe del clima prebélico que existía entre Chile y Argentina en 1978, por la disputa del canal de Beagle y los temores chilenos de que una posible guerra con Argentina fuera aprovechada por Perú y Bolivia para invadir el norte, pese a que Perú era gober­nado por el general Morales Bermúdez, a quien los chilenos reconocen como un gobernante contrario a una guerra con Chile. Qué pasa también narra una serie de incidentes diplomáticos entre Perú y Chile a raíz de diversos casos de espionaje realizados por militares chilenos en nues­tro país, especialmente el incidente del espionaje de la base aérea ‘El Pato’, ubica­da en las cercanías de Talara, por parte de dos oficiales del buque petrolero chileno Beagle. Estos casos de espionaje tuvieron derivaciones muy especiales entre no­sotros, pues a raíz de ellos fue fusilado el avionero peruano Julio Vargas.

OIGA está acumulando información y entrevistando a los políticos y militares peruanos de la época, para presentar una información que recoja la otra cara de la medalla. A continuación, leamos el artícu­lo publicado en Qué pasa.

“Era diciembre de 1978. Mientras en Santiago los tensos titulares de prensa no alcanzaban a opacar totalmente las compras de navi­dad, el país estaba viviendo —por pri­mera vez desde inicio de siglo— la más peligrosa alternativa militar que alguna vez hubieran evaluado los militares chilenos. Aquello que desde hace déca­das se estudia en las academias de Guerra, como la peor de las posibilidades, se cernía ahora como una terrible alternativa: el país envuelto en un con­flicto con Argentina, Perú y Bolivia.

La disputa con Argentina por las islas del Beagle había llegado técnica­mente a las puertas de la agresión trasandina, desde que en 1977 Buenos Aires había conocido el laudo arbitral de Gran Bretaña. “El Alto Mando ar­gentino había dado la orden de iniciar las operaciones”, recuerda el almiran­te (r) Luis de los Ríos, comandante en jefe de la Tercera Zona Naval con asiento en Punta Arenas. “De acuer­do a los elementos esenciales de infor­mación que determinan en qué fase del inicio de la guerra estamos, todas las premisas estaban cumplidas a ini­cios de diciembre de 1978”.

Pero mientras el general argentino Benjamín Menéndez declaraba que “en seis horas estamos en Santiago, tomamos champaña en La Moneda y después nos vamos a orinar a Valpa­raíso”, la posibilidad de otra guerra, más atrasada, se incubaba lentamente en el otro extremo del país. Como un coletazo del conflicto con Argentina, en Chile se estimaba que tarde o tem­prano podría aparecer, nuevamente, el fantasma bélico peruano. “Y es que en cualquier presunción bélica con Argentina, Perú y Bolivia van a apro­vechar la coyuntura si es que pueden”, sostiene un alto general en reti­ro del Ejército.

Como si las palabras de ese general fuesen oídas en Lima, el 17 de diciem­bre de 1978 la Escuadra peruana zar­pó hacia el sur. Ese mismo día se cerró el aeropuerto internacional de Lima para que la Fuerza Aérea realizara maniobras de entrenamiento. Todos los miembros del Ejército, Marina y Aviación quedaron con orden de ‘ina­movilidad’. Una fuente militar peruana declaró, extraoficialmente: “Son me­didas tomadas a la expectativa de lo que pueda ocurrir este fin de semana en la zona del canal del Beagle”.

En la Segunda Región Militar del Perú —al sur del país, y con asiento en Arequipa— los ejercicios militares continuaban con monótona reitera­ción. La Inteligencia chilena había de­tectado el traslado de unidades y de depósitos de guerra hacia mejores posiciones en caso de conflicto. Y los cientos de tanques soviéticos que, tras la crisis del 74-75, se habían alejado de la frontera, volvían a desplazarse mi­rando a Chile. La actividad fronteriza era importante, con movimiento de tanques y vuelos de aviones de guerra, de exploración y reconocimiento.

Para alertar aún más al Alto Mando chileno, pocas semanas antes se había producido en la ciudad boliviana de Santa Cruz un encuentro secreto en­tre las cúpulas militares de Perú y Bolivia. Se trataba de la primera reu­nión exclusivamente bipartita desde fines de la Guerra del Pacífico y la sesión de trabajo estuvo rodeada de grandes medidas de seguridad.

Enfrentando al inminente peligro, Chile abordaría la crisis desde múlti­ples frentes. Militarmente, el norte se aprestaba a recibir un Perú beligeran­te, aunque los chilenos tenían claro que el escenario principal de la guerra ya estaba definido y era la zona más austral del país, donde debía defen­derse de los intentos argentinos por obtener las islas Picton, Lennox y Nueva. Lo más complejo de una gue­rra a tres bandas era el enorme des­afío estratégico: defender un territorio con forma de faja, con dos focos in­cendiados en sus extremos, y separa­dos 4,000 kilómetros de distancia.

El norte, entonces, quedaba solo. Un 98% de la Marina fondeaba en los mares y canales del sur y la Fuerza Aérea se encontraba, mayoritaria­mente, en sus bases de Punta Arenas. Arica tampoco recibiría suministros del resto del país, en caso de conflicto en el sur y, probablemente, quedaría aislada, ya que se interrumpirían sus vías terrestres.

Por lo mismo, silenciosamente, los aviones de líneas aéreas comerciales volaban todas las noches llevando - municiones, comida, el vestuario y material médico desde el sur hacia el norte. Misileras y torpederas defende­rían las frágiles costas, sin la presencia de la Escuadra chilena, y en tierra tendrían que soportar el mayor de los peligros: intensísimos ataques aéreos al inicio de las hostilidades.

Las fuerzas de los cuarteles norte­ños se habían incrementado a lo largo del año y había un 50% más de hom­bres en armas. Nuevamente las trincheras de la frontera con Perú fueron ocupadas por soldados y casi todos los efectivos de la VI División del Ejér­cito, con asiento en Iquique, salieron hacia el norte desperdigándose por el desierto y la inclemente precordillera. En la retaguardia se habían levantado hospitales de campaña para recibir a los heridos. En Iquique sólo quedaban unidades de protección, especialmen­te las más costeras.

Una tarde, un urgente llamado tele­fónico cruzó a Santiago desde el nor­te. El jefe de Estado Mayor de la De­fensa, el general (r) Joaquín Ramírez, recibió el llamado en su oficina. “Un avión peruano viene entrando a nues­tro espacio aéreo. ¿Lo derribamos?”. Consultaron. “¡Negativo!”, fue la res­puesta del general. “Nadie sabía si ese’ era el primero de más aviones, pero no había tiempo para consultas. Chile no iba a iniciar la agresión”, argumen­ta Ramírez. El avión peruano pasó tranquilamente y después se perdió en cielo boliviano.

Aunque Arica ya nunca más volve­ría a ser la indemne ciudad de 1974, se vivía una acelerada preparación béli­ca. El entrenamiento a civiles se inició con un exclusivo grupo de profesiona­les. Algunos de ellos, motorizados, tenían por objetivo realizar actos de sabotaje. También se entrenó a un comando especial de hombres pájaros que, vestidos de negro, despega­rían en la noche desde el Morro de Arica, con armas a las espaldas. Para paliar el peligro aéreo se crearon gigantes pulpos de cemento, que en su centro acogían a una docena de hom­bres, con munición, agua y comida. Fabricados por miles, y diseminados en sectores estratégicos, en ellos re­sistirían el ataque aéreo, para, poste­riormente, salir a la lucha, desplazán­dose por los tentáculos de cemento armado.

Pero en el norte las acciones más importantes eran todas disuasivas. “Si los ejércitos peruanos realizaban ejer­cicios, nosotros hacíamos uno ma­yor”, recuerda un alto militar. Para el 18 de setiembre de 1978, el general Juan Guillermo Toro hizo desfilar en Anca a 40 batallones armados hasta los dientes. Fueron más de dos horas de exhibición de fuerzas, en las que pasaron más de 15 mil hombres. “Lo que nadie supo es que durante la no­che habíamos trasladado a gran parte de esos batallones desde los cuarteles más al sur de Arica”, evoca.

La importancia del elemento dis­uasivo para Chile traspasó incluso las fronteras de América Latina. Cuando la tensión bélica todavía se cernía so­bre el país, el experto militar irlandés Adrian English afirmaba en un libro de análisis militar: “Las Fuerzas Arma­das chilenas tienen la fama de ser las mejores de Sudamérica. No importa que lo sean, ni que sus hombres lo sientan así. Lo más importante es que sus potenciales adversarios, Argenti­na y Perú, lo perciben de ese modo”.

Quienes hoy evocan los sucesos vivi­dos quince años atrás, reconocen que el peligro militar fue el más grave que haya vivido el país en este siglo. Pero, a diferencia de la crisis de 1974, donde existía la certeza de que Velasco Alvarado quería la guerra, esta vez existían mayores dudas respecto de cuál era la voluntad real del Perú. Más aún, cuan­do importantes figuras políticas del Perú mostraban signos contrarios a una guerra con Chile.

Un caluroso día de noviembre de 1978, en Lima, el canciller peruano José de la Puente recibió la visita del embajador argentino, en ese entonces un almirante. Este le venía a proponer, sin rodeo alguno, la alianza militar argentino-peruana en caso de un conflicto con Chile. La respuesta del canciller peruano fue clara. “Usted tiene la mala suerte de encontrarse con un hombre que sabe mucho de la historia, le dijo. Sin dejarlo hablar, le relató paso a paso lo sucedido casi un siglo antes, durante la Guerra del Pacífico. En 1873, Perú Bolivia y Argentina firmaron un pacto secreto en alianza contra de Chile Mientras los dos primeros lo ratificaron, el tercero no lo hizo, eludiendo así el compromiso firmado una vez que se iniciaron las hostilidades.

“Mientras nosotros perdimos seis mil hombres y parte del territorio na­cional —le remarcó el canciller De la Puente al embajador argentino–, ustedes aprovecharon el momento para conquistar pacíficamente la Patagonia”. Y concluyó: “Ahora ustedes quieren que el Perú entre a la guerra, pero después, mientras Chile y Argentina se arreglan, nosotros perdemos Arequipa”.

Días después de transcurrido ese diálogo, De la Puente estaba en San­tiago, oficialmente, para devolver una visita que poco tiempo atrás le había hecho el canciller Hernán Cubillos a Lima. Pero la razón de fondo era otra: De la Puente venía a darle la seguridad al presidente Augusto Pinochet de que Perú no entraría a la guerra. En esos mismos días, otro alto personero peruano tomaba el avión en el aero­puerto de Lima. Se trataba del minis­tro de Guerra y jefe del Ejército, Os­car Molina, quien llevaba a Buenos Aires un mensaje similar al que había traído De la Puente a Santiago. Iba a informarles a los Altos Mandos argen­tinos que Perú no estaba en condicio­nes de entrar a ningún conflicto, por su malograda situación económica.

Las dudas en Santiago persistían porque se pensaba que, llegado el momento, podía imponerse el revan­chismo peruano sobre cualquier con­sideración. “En el estudio de las posi­bilidades siempre hay que considerar la más peligrosa, aunque no sea la posible”, sostiene el general Dante Iturriaga, segundo comandante de la VI División y jefe de Estado Mayor de la Región Norte.

Dentro de ese estudio de las posibi­lidades al que se refiere Iturriaga, uno de los elementos considerados peli­grosos eran las figuras más belicistas del régimen de Morales Bermúdez. Aunque ni él ni su canciller la querían, existían varias personalidades que deseaban la guerra.

Tampoco pasaba inadvertido a los ojos chilenos el ministro del Interior de Perú, en ese entonces, el ‘gaucho’ Cisneros. De fuerte personalidad y grandes influencias, su sobrenombre venía, obviamente, por la fuerte sim­patía que sentía hacia Argentina.

Varias variables, sin embargo, juga­ban a favor de Chile. El presidente Francisco Morales Bermúdez no era partidario de un conflicto. “Creo que he dado muestras más que suficientes de mi deseo de paz; yo nunca he sido un militar belicista”, diría en esos días el mandatario a un personero chileno. Y el canciller De la Puente, a pesar de ser el único civil en el gabinete de Mo­rales, apostaba fuertemente a evitar la guerra. El tenía gran influencia en el mandatario, ya que ambos habían si­do compañeros de colegio, y el abuelo de De la Puente había servido como ministro en el gobierno del abuelo de Morales.

Desde el punto de vista económico, Perú tampoco gozaba de capacidad económica para ingresar al caro juego de la guerra. E, internamente, vivían una transición política que culminaría en las elecciones democráticas de 1980. Las Fuerzas Armadas peruanas ya se encontraban aisladas y criticadas por su gestión. Chile, por su parte, se había fortalecido militar y económicamente en los últimos años, y el norte chileno ya era mucho más poderoso.

La Cancillería chilena, por su parte, desarrollaba sus propias armas y estrategias. Por una parte, se cultivaba una óptima relación entre los cancilleres Cubillos y De la Puente, pero, paralelamente, todo el esfuerzo diplomático de esos meses estaba concentra­do en detener a Argentina. El análisis chileno era que si Buenos Aires desis­tía de su agresión, automáticamente el fantasma bélico peruano desaparecía. Y aunque en cada visita al Departa­mento de Estado norteamericano y a la Comunidad Económica Europea se aprovechaba de informar del peligro peruano y de que el conflicto abría las puertas a un incendio continental, el diagnóstico de la Cancillería fue certe­ro. Apenas Argentina aceptó la media­ción papal y el pequeño e impenetra­ble cardenal Antonio Samoré descen­dió del avión un 22 de diciembre de 1978, la tensión prebélica con Perú se diluyó completamente.

3 comentarios:

  1. En esa época todo el mundo incluidos los mandos militares chilenos creian que Perú tenía un ejercito mas poderoso que el chileno, entonces mal podría creer de la Puente que Perú perdería Arequipa. A lo mucho podría ser expulsado de Arica en el peor de los casos pero hubiera sido imposible la ocupación de una parte del teritorio peruano. Perú no era el mismo desarmado estado que en 1879

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  2. Completamente de acuerdo con el comentario de Luis Deza.

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  3. Chile hubiera sido partido en tres ...en aquellos tiempos los soldados gritaban muera Chile. ..!!

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