En esta oportunidad, Qué pasa escribe del clima prebélico que existía entre Chile y Argentina en 1978, por la disputa del canal de Beagle y los temores chilenos de que una posible guerra con Argentina fuera aprovechada por Perú y Bolivia para invadir el norte, pese a que Perú era gobernado por el general Morales Bermúdez, a quien los chilenos reconocen como un gobernante contrario a una guerra con Chile. Qué pasa también narra una serie de incidentes diplomáticos entre Perú y Chile a raíz de diversos casos de espionaje realizados por militares chilenos en nuestro país, especialmente el incidente del espionaje de la base aérea ‘El Pato’, ubicada en las cercanías de Talara, por parte de dos oficiales del buque petrolero chileno Beagle. Estos casos de espionaje tuvieron derivaciones muy especiales entre nosotros, pues a raíz de ellos fue fusilado el avionero peruano Julio Vargas.
OIGA está acumulando información y entrevistando a los políticos y militares peruanos de la época, para presentar una información que recoja la otra cara de la medalla. A continuación, leamos el artículo publicado en Qué pasa.
“Era diciembre de 1978. Mientras en Santiago los tensos titulares de prensa no alcanzaban a opacar totalmente las compras de navidad, el país estaba viviendo —por primera vez desde inicio de siglo— la más peligrosa alternativa militar que alguna vez hubieran evaluado los militares chilenos. Aquello que desde hace décadas se estudia en las academias de Guerra, como la peor de las posibilidades, se cernía ahora como una terrible alternativa: el país envuelto en un conflicto con Argentina, Perú y Bolivia.
La disputa con Argentina por las islas del Beagle había llegado técnicamente a las puertas de la agresión trasandina, desde que en 1977 Buenos Aires había conocido el laudo arbitral de Gran Bretaña. “El Alto Mando argentino había dado la orden de iniciar las operaciones”, recuerda el almirante (r) Luis de los Ríos, comandante en jefe de la Tercera Zona Naval con asiento en Punta Arenas. “De acuerdo a los elementos esenciales de información que determinan en qué fase del inicio de la guerra estamos, todas las premisas estaban cumplidas a inicios de diciembre de 1978”.
Pero mientras el general argentino Benjamín Menéndez declaraba que “en seis horas estamos en Santiago, tomamos champaña en La Moneda y después nos vamos a orinar a Valparaíso”, la posibilidad de otra guerra, más atrasada, se incubaba lentamente en el otro extremo del país. Como un coletazo del conflicto con Argentina, en Chile se estimaba que tarde o temprano podría aparecer, nuevamente, el fantasma bélico peruano. “Y es que en cualquier presunción bélica con Argentina, Perú y Bolivia van a aprovechar la coyuntura si es que pueden”, sostiene un alto general en retiro del Ejército.
Como si las palabras de ese general fuesen oídas en Lima, el 17 de diciembre de 1978 la Escuadra peruana zarpó hacia el sur. Ese mismo día se cerró el aeropuerto internacional de Lima para que la Fuerza Aérea realizara maniobras de entrenamiento. Todos los miembros del Ejército, Marina y Aviación quedaron con orden de ‘inamovilidad’. Una fuente militar peruana declaró, extraoficialmente: “Son medidas tomadas a la expectativa de lo que pueda ocurrir este fin de semana en la zona del canal del Beagle”.
En la Segunda Región Militar del Perú —al sur del país, y con asiento en Arequipa— los ejercicios militares continuaban con monótona reiteración. La Inteligencia chilena había detectado el traslado de unidades y de depósitos de guerra hacia mejores posiciones en caso de conflicto. Y los cientos de tanques soviéticos que, tras la crisis del 74-75, se habían alejado de la frontera, volvían a desplazarse mirando a Chile. La actividad fronteriza era importante, con movimiento de tanques y vuelos de aviones de guerra, de exploración y reconocimiento.
Para alertar aún más al Alto Mando chileno, pocas semanas antes se había producido en la ciudad boliviana de Santa Cruz un encuentro secreto entre las cúpulas militares de Perú y Bolivia. Se trataba de la primera reunión exclusivamente bipartita desde fines de la Guerra del Pacífico y la sesión de trabajo estuvo rodeada de grandes medidas de seguridad.
Enfrentando al inminente peligro, Chile abordaría la crisis desde múltiples frentes. Militarmente, el norte se aprestaba a recibir un Perú beligerante, aunque los chilenos tenían claro que el escenario principal de la guerra ya estaba definido y era la zona más austral del país, donde debía defenderse de los intentos argentinos por obtener las islas Picton, Lennox y Nueva. Lo más complejo de una guerra a tres bandas era el enorme desafío estratégico: defender un territorio con forma de faja, con dos focos incendiados en sus extremos, y separados 4,000 kilómetros de distancia.
El norte, entonces, quedaba solo. Un 98% de la Marina fondeaba en los mares y canales del sur y la Fuerza Aérea se encontraba, mayoritariamente, en sus bases de Punta Arenas. Arica tampoco recibiría suministros del resto del país, en caso de conflicto en el sur y, probablemente, quedaría aislada, ya que se interrumpirían sus vías terrestres.
Por lo mismo, silenciosamente, los aviones de líneas aéreas comerciales volaban todas las noches llevando - municiones, comida, el vestuario y material médico desde el sur hacia el norte. Misileras y torpederas defenderían las frágiles costas, sin la presencia de la Escuadra chilena, y en tierra tendrían que soportar el mayor de los peligros: intensísimos ataques aéreos al inicio de las hostilidades.
Las fuerzas de los cuarteles norteños se habían incrementado a lo largo del año y había un 50% más de hombres en armas. Nuevamente las trincheras de la frontera con Perú fueron ocupadas por soldados y casi todos los efectivos de la VI División del Ejército, con asiento en Iquique, salieron hacia el norte desperdigándose por el desierto y la inclemente precordillera. En la retaguardia se habían levantado hospitales de campaña para recibir a los heridos. En Iquique sólo quedaban unidades de protección, especialmente las más costeras.
Una tarde, un urgente llamado telefónico cruzó a Santiago desde el norte. El jefe de Estado Mayor de la Defensa, el general (r) Joaquín Ramírez, recibió el llamado en su oficina. “Un avión peruano viene entrando a nuestro espacio aéreo. ¿Lo derribamos?”. Consultaron. “¡Negativo!”, fue la respuesta del general. “Nadie sabía si ese’ era el primero de más aviones, pero no había tiempo para consultas. Chile no iba a iniciar la agresión”, argumenta Ramírez. El avión peruano pasó tranquilamente y después se perdió en cielo boliviano.
Aunque Arica ya nunca más volvería a ser la indemne ciudad de 1974, se vivía una acelerada preparación bélica. El entrenamiento a civiles se inició con un exclusivo grupo de profesionales. Algunos de ellos, motorizados, tenían por objetivo realizar actos de sabotaje. También se entrenó a un comando especial de hombres pájaros que, vestidos de negro, despegarían en la noche desde el Morro de Arica, con armas a las espaldas. Para paliar el peligro aéreo se crearon gigantes pulpos de cemento, que en su centro acogían a una docena de hombres, con munición, agua y comida. Fabricados por miles, y diseminados en sectores estratégicos, en ellos resistirían el ataque aéreo, para, posteriormente, salir a la lucha, desplazándose por los tentáculos de cemento armado.
Pero en el norte las acciones más importantes eran todas disuasivas. “Si los ejércitos peruanos realizaban ejercicios, nosotros hacíamos uno mayor”, recuerda un alto militar. Para el 18 de setiembre de 1978, el general Juan Guillermo Toro hizo desfilar en Anca a 40 batallones armados hasta los dientes. Fueron más de dos horas de exhibición de fuerzas, en las que pasaron más de 15 mil hombres. “Lo que nadie supo es que durante la noche habíamos trasladado a gran parte de esos batallones desde los cuarteles más al sur de Arica”, evoca.
La importancia del elemento disuasivo para Chile traspasó incluso las fronteras de América Latina. Cuando la tensión bélica todavía se cernía sobre el país, el experto militar irlandés Adrian English afirmaba en un libro de análisis militar: “Las Fuerzas Armadas chilenas tienen la fama de ser las mejores de Sudamérica. No importa que lo sean, ni que sus hombres lo sientan así. Lo más importante es que sus potenciales adversarios, Argentina y Perú, lo perciben de ese modo”.
Quienes hoy evocan los sucesos vividos quince años atrás, reconocen que el peligro militar fue el más grave que haya vivido el país en este siglo. Pero, a diferencia de la crisis de 1974, donde existía la certeza de que Velasco Alvarado quería la guerra, esta vez existían mayores dudas respecto de cuál era la voluntad real del Perú. Más aún, cuando importantes figuras políticas del Perú mostraban signos contrarios a una guerra con Chile.
Un caluroso día de noviembre de 1978, en Lima, el canciller peruano José de la Puente recibió la visita del embajador argentino, en ese entonces un almirante. Este le venía a proponer, sin rodeo alguno, la alianza militar argentino-peruana en caso de un conflicto con Chile. La respuesta del canciller peruano fue clara. “Usted tiene la mala suerte de encontrarse con un hombre que sabe mucho de la historia, le dijo. Sin dejarlo hablar, le relató paso a paso lo sucedido casi un siglo antes, durante la Guerra del Pacífico. En 1873, Perú Bolivia y Argentina firmaron un pacto secreto en alianza contra de Chile Mientras los dos primeros lo ratificaron, el tercero no lo hizo, eludiendo así el compromiso firmado una vez que se iniciaron las hostilidades.
“Mientras nosotros perdimos seis mil hombres y parte del territorio nacional —le remarcó el canciller De la Puente al embajador argentino–, ustedes aprovecharon el momento para conquistar pacíficamente la Patagonia”. Y concluyó: “Ahora ustedes quieren que el Perú entre a la guerra, pero después, mientras Chile y Argentina se arreglan, nosotros perdemos Arequipa”.
Días después de transcurrido ese diálogo, De la Puente estaba en Santiago, oficialmente, para devolver una visita que poco tiempo atrás le había hecho el canciller Hernán Cubillos a Lima. Pero la razón de fondo era otra: De la Puente venía a darle la seguridad al presidente Augusto Pinochet de que Perú no entraría a la guerra. En esos mismos días, otro alto personero peruano tomaba el avión en el aeropuerto de Lima. Se trataba del ministro de Guerra y jefe del Ejército, Oscar Molina, quien llevaba a Buenos Aires un mensaje similar al que había traído De la Puente a Santiago. Iba a informarles a los Altos Mandos argentinos que Perú no estaba en condiciones de entrar a ningún conflicto, por su malograda situación económica.
Las dudas en Santiago persistían porque se pensaba que, llegado el momento, podía imponerse el revanchismo peruano sobre cualquier consideración. “En el estudio de las posibilidades siempre hay que considerar la más peligrosa, aunque no sea la posible”, sostiene el general Dante Iturriaga, segundo comandante de la VI División y jefe de Estado Mayor de la Región Norte.
Dentro de ese estudio de las posibilidades al que se refiere Iturriaga, uno de los elementos considerados peligrosos eran las figuras más belicistas del régimen de Morales Bermúdez. Aunque ni él ni su canciller la querían, existían varias personalidades que deseaban la guerra.
Tampoco pasaba inadvertido a los ojos chilenos el ministro del Interior de Perú, en ese entonces, el ‘gaucho’ Cisneros. De fuerte personalidad y grandes influencias, su sobrenombre venía, obviamente, por la fuerte simpatía que sentía hacia Argentina.
Varias variables, sin embargo, jugaban a favor de Chile. El presidente Francisco Morales Bermúdez no era partidario de un conflicto. “Creo que he dado muestras más que suficientes de mi deseo de paz; yo nunca he sido un militar belicista”, diría en esos días el mandatario a un personero chileno. Y el canciller De la Puente, a pesar de ser el único civil en el gabinete de Morales, apostaba fuertemente a evitar la guerra. El tenía gran influencia en el mandatario, ya que ambos habían sido compañeros de colegio, y el abuelo de De la Puente había servido como ministro en el gobierno del abuelo de Morales.
Desde el punto de vista económico, Perú tampoco gozaba de capacidad económica para ingresar al caro juego de la guerra. E, internamente, vivían una transición política que culminaría en las elecciones democráticas de 1980. Las Fuerzas Armadas peruanas ya se encontraban aisladas y criticadas por su gestión. Chile, por su parte, se había fortalecido militar y económicamente en los últimos años, y el norte chileno ya era mucho más poderoso.
La Cancillería chilena, por su parte, desarrollaba sus propias armas y estrategias. Por una parte, se cultivaba una óptima relación entre los cancilleres Cubillos y De la Puente, pero, paralelamente, todo el esfuerzo diplomático de esos meses estaba concentrado en detener a Argentina. El análisis chileno era que si Buenos Aires desistía de su agresión, automáticamente el fantasma bélico peruano desaparecía. Y aunque en cada visita al Departamento de Estado norteamericano y a la Comunidad Económica Europea se aprovechaba de informar del peligro peruano y de que el conflicto abría las puertas a un incendio continental, el diagnóstico de la Cancillería fue certero. Apenas Argentina aceptó la mediación papal y el pequeño e impenetrable cardenal Antonio Samoré descendió del avión un 22 de diciembre de 1978, la tensión prebélica con Perú se diluyó completamente.
En esa época todo el mundo incluidos los mandos militares chilenos creian que Perú tenía un ejercito mas poderoso que el chileno, entonces mal podría creer de la Puente que Perú perdería Arequipa. A lo mucho podría ser expulsado de Arica en el peor de los casos pero hubiera sido imposible la ocupación de una parte del teritorio peruano. Perú no era el mismo desarmado estado que en 1879
ResponderEliminarCompletamente de acuerdo con el comentario de Luis Deza.
ResponderEliminarChile hubiera sido partido en tres ...en aquellos tiempos los soldados gritaban muera Chile. ..!!
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