Diario de un tipógrafo yanqui en
Chile y Perú durante la Guerra de la Independencia
Samuel Johnston
.El diario de Johnston
Mucho tenemos de
hacer en nuestra historia de América antes de pensar en escribir obras de
conjunto, de claras síntesis; de noble factura sobre los orígenes y formación
de estas nacionalidades indo-españolas, cual ya lo han intentado doctos y
meritorios escritores, que son honra de nuestra cultura. ¿Conocemos acaso lo
suficiente las razas aborígenes que poblaron el continente? ¿Se ha estudiado ya
lo necesario el período colonial? ¿No se fundan en meras conjeturas muchas de
las cosas que corren impresas sobre las primitivas civilizaciones americanas?
Antes que libros
de conjunto es preciso, pues, realizar pacienzudas búsquedas, constantes
publicaciones de documentos, revisión de apolillados manuscritos; intentar el
expurgo de envejecidos papeles, arrancados a archivos y escribanías; sacar a
luz olvidadas correspondencias, interesantes testamentos, farragosos memoriales
de oidores, capitanes generales, misioneros, [8] y cuanto, en fin, pueda
contribuir a alumbrar los obscuros laberintos de aquellas épocas pretéritas,
que el olvido guarda bajo el polvo de los siglos.
Y no se crea que,
en fuerza de predicar la necesidad de conocer viejos papelones, comidos por el
uso y la polilla, vamos a proclamar como necesidad única para el estudio de
nuestra historia la de una estéril y farragosa erudición. Líbrenos nuestra
buena fe de tan árida cuanto peligrosa disciplina, si se pretende erigirla en
norma absoluta para el cultivo de esta rama literaria, que honraron en todos
los tiempos un Suetonio, un Bernal Díaz del Castillo, un Taine, un Agustín
Thierry, ya que no sería muy de nuestro agrado que se nos motejara de pedantes
con aquellas palabras con que Don Quijote se reía de los que «se cansan en
saber y averiguar cosas que después de sabidas y averiguadas no importan un
ardite al entendimiento ni a la memoria».
Y en este sentido,
de realizar una labor preciosa, infatigable, que tan útil le será a los futuros
laboriosos para la construcción de obras definitivas, como ya le han sido
indispensables a un don Crescente Errázuriz en la confección de sus libros (1),
nadie en América es tan acreedor [9] a la gratitud de todos como don José
Toribio Medina, a cuya labor de compulsar documentos, de publicación de libros
y papeles interesantísimos, de acopio monumental de noticias, realizado en
todos los pueblos, bibliotecas, archivos, oficinas y museos del mundo entero,
representa más la obra de generaciones que de un solo hombre.
Sus recopilaciones
bibliográficas han servido de base para innumerables trabajos, y no son pocos
los que se han servido de su esfuerzo y luego no han citado siquiera su nombre
en sus obras. No se podrá tratar de escribir la historia completa de América
sin utilizar las fuentes valiosas de sus libros: ¿quién intentará estudiar la
sociabilidad y el desarrollo de la cultura hispanoamericana sin recurrir a sus
monumentales bibliografías sobre la Imprenta o la Inquisición en los diversos
pueblos del nuevo Continente? ¿Acaso existe un verdadero conocedor de nuestra
historia que ignore la existencia de esos inapreciables repertorios de valiosas
noticias que se titulan Biblioteca Hispano Americana, Historia de la literatura
colonial chilena; colecciones de documentos inéditos para la historia de Chile
y de historiadores de Chile; sus reimpresiones de libros raros y curiosos como
la [10] Doctrina Cristiana en lengua guatemalteca, ordenada por el obispo
Marroquín; Los viajes de Le Maire y Schouten o los Nueve Sermones del Padre
Valdivia?
A pesar de sus
años y de que bien pronto va a celebrar el medio siglo de su vida de escritor,
no pasa día sin que las prensas den a la estampa alguna nueva obra suya.
Recientemente, tras la publicación del volumen cuarto de su monumental obra
consagrada a Ercilla ha dado la estampa nuevos volúmenes de su historia de las
monedas y medallas americanas y una prolija edición anotada del Arauco domado
de Pedro de Oña, que le encomendó la Academia chilena y ha publicado, traducido
y prologado un valioso cuanto desconocido pequeño libro, escrito hace poco más
de un siglo, cuyo larguísimo título, según costumbre de la época, reza como
sigue: «Cartas escritas durante una residencia de tres años en Chile, en las
que se cuentan los hechos más culminantes de las luchas de la revolución en
aquel país; con un interesante relato de la pérdida de una nave y de un
bergantín de guerra chilenos a consecuencia de un motín, y el arresto y
penalidades que sufrieron durante seis meses en las Casasmatas del Callao
varios ciudadanos de los Estados Unidos». Su autor era un ciudadano de
Norteamérica, de cierta ilustración, esforzado y valiente, y cuyo oficio de
tipógrafo fue la causa [11] que le moviera a venir hasta los lejanos rincones
de Chile, tentándole la posibilidad de hacer fortuna: Samuel Johnston.
Dada su condición
de obrero, era el espíritu de Johnston nada vulgar y sus luces más que
medianas. Supo observar cuanto pasaba ante sus ojos con fidelidad y pintoresco
colorido. Su estilo es claro, preciso y sencillo, y si bien es cierto que nunca
le dio rienda suelta a su imaginación, dejando correr libremente su pluma,
tampoco es menos cierto que jamás dio lugar a chocarreras efusiones literarias
o a presuntuosas apreciaciones.
¿Por qué
permanecía olvidado este pequeño libro? ¿Cómo imaginar que hasta ahora se había
ocultado al diligente ojo zahorí de don José Toribio Medina? Su autor no era
desconocido para el ilustre bibliógrafo, ya que en la introducción a su
Bibliografía de la Imprenta en Santiago, consignaba, tras las curiosas noticias
sobre don Mateo Arnaldo Hoevel, los nombres de Johnston y sus compañeros de
labores que llegaron con él hasta Chile. Fue, pues, una interesante casualidad
la llegada a Chile de un ejemplar de este pequeño volumen, llevado por don
Francisco Solano Astaburuaga, de quien lo heredó su hijo don Luis y en la venta
de cuya biblioteca fue adquirido por don Carlos Edwards, en competencia con un
docto aficionado norteamericano, quien lo puso a disposición de don [12] José
Toribio Medina para su traducción y comento.
Hemos mencionado
anteriormente a don Mateo Arnaldo Hoevel: tras muchos viajes, negocios
fracasados y rudas peripecias, había fijado su residencia en Chile este
laborioso industrial, poniéndose de parte del gobierno insurgente, al cual le
había ofrecido la imprenta que tenía encargada a Estados Unidos y que,
seguramente, por insinuaciones suyas, según advierte don José Toribio Medina,
debía tomar a su cargo Johnston.
Johnston y dos
compañeros más, tipógrafos como él, partieron de Nueva York en julio de 1811.
Embarcaron en la fragata mercante Galloway, y después de una navegación de
ciento veintidós días, corrida sin peripecias dignas de mención, arribaban a
Valparaíso.
Desde el primer
momento el tipógrafo observador repara en cuantos detalles de interés ha de
consignar bien pronto en las páginas de su Diario, que, por exigencias de su
editor, publicara años después en forma de cartas. No debe extrañarnos esta
imposición comercial del impresor, ya que, por esos años -el libro fue impreso
en 1816 en Erie, Pensilvania- muchos de los libros más en boga habían sido
escritos en forma epistolar, lo cual no debía de pasar inadvertido,
seguramente, a un editor. Pero Johnston no sólo no se contenta con estampar
simples [13] impresiones de viajero superficial, sino que toma datos exactos,
acredita sus informaciones con la inserción de documentos íntegros, consigna
testimonios de personas que le merecen fe, trata de ser imparcial contrariando
a menudo sus simpatías, lo cual le da a su libro un valor especialmente documental.
Agreguemos a esto el hecho importantísimo de ser Johnston el impresor del
primer libro dado a la estampa en Chile y del primer periódico, que tanto ayudó
la causa de la Independencia: hemos mencionado a La Aurora (2).
El 21 de noviembre
se encontraban, pues, en Valparaíso los tres tipógrafos, y la primera impresión
de Johnston va a ser la de todos los viajeros que, ante todo, reparan en las
seguridades que la Naturaleza le ha deparado a la interesante ciudad. «Esta
ciudad está situada -escribe- [14] en una hermosa bahía, al pie de una hilera
de cerros altos; tiene una calle principal, en la que se ven algunos hermosos
edificios habitados por la gente acomodada; las cabañas del pueblo se levantan
en las faldas de los cerros, dando al conjunto un pintoresco aspecto; como a un
cuarto de milla de la ciudad se halla la aldea del Almendral, que, unida a
aquélla, contendrá quizás cinco o seis mil habitantes. Las casas son
generalmente de un solo piso, construidas con grandes adobes fabricados con barro
y paja, y con el suelo enladrillado». Le llama la atención la forma del bello
semicírculo de la bahía, que se halla al abrigo de los vientos «con excepción
del norte y de los remolinos que de ordinario descienden de los cerros a la
hora de puesta de sol». Dice que por las mañanas reina, de ordinario, tupida
neblina, sin viento; que en la playa se alza una gran cruz conmemorativa [15]
del naufragio de un buque de guerra español cuya tripulación pereció toda,
llegando a asumir las proporciones de una horrible catástrofe esa tempestad,
que obligó a los habitantes a subirse a los cerros para escapar de las iras de
las aguas.
Las observaciones
que recoge y apunta de Valparaíso son las de un periodista prolijo, que sólo
desea consignar lo que ve y lo que oye, sin adornos imaginativos de ninguna
especie: es una especie de fotógrafo viajero. Oigamos, por ejemplo, algunas de
sus observaciones: «El Gobernador -dice- reside en el Castillo Viejo,
construcción sólida que domina la bahía y el fondeadero, que al presente está
armado con doce largos cañones de bronce de 32 libras. Se alza en la ladera de
un cerro, y sus defensas exteriores consisten en un fuerte muro de piedra,
asentado en cal, que tiene como una milla de circuito. Existen otras obras de
defensas interiores, revellines, socavones, subterráneos, etc., además de
arsenales, almacén de provisiones y cuarteles capaces para alojar hasta quince
mil hombres, con los suficientes pertrechos de guerra».
A la mañana
siguiente de su arribo, fueron visitados por el gobernador, señora, y otras
personalidades distinguidas de su séquito, y se le invitó a Johnston a comer en
casa de aquél y, aunque no hablaba el español, no faltó un sargento [16] de la
guardia que sirviese de mediano intérprete. Después de la comida se insistió en
que debía dormir la siesta, siguiendo la costumbre, pues era mal visto que un
caballero anduviese a tal hora por la calle en vez de darse al reposo.
Diez días
solamente permanece en Valparaíso; luego se traslada a Santiago, donde va a desempeñar
su cometido, o sea la instalación de la imprenta y preparar su funcionamiento
para las primeras impresiones. Antes de partir anota: «Alquilé caballos para mí
y mi guía y me puse en camino a la hora de entrarse el sol: dióseme a entender
que no faltaba motivo para temer un asalto de bandoleros, y así hube de
proveerme de un par de buenas pistolas; asegurándoseme que eso bastaría, pues
los ladrones en este país eran lo bastante pobres para no poder cargar armas de
fuego, sin que jamás anduvieran, armados más que del lazo y el cuchillo». ¡Lo
que va de ayer a hoy! ¡Ogaño Johnston no escribiría seguramente lo mismo, ya
que en el presente los ladrones no son lo bastante pobres como para no cargar
armas de fuego! ¡Cuántos abundan que llevan levita y que podrían gastarse hasta
el lujo de tener cañones Krupp, si les viniese en ganas!...
Las costumbres, la
población, las ciudades, y especialmente la metrópoli, le merecen a Johnston
pintorescas y sabrosas observaciones. Le [17] llaman la atención, por ejempla,
el mate, que se chupa con un solo tubo, que sirve para una familia entera,
pasando de mano en mano; observa que las casas son generalmente de un piso y
fabricadas de adobes, a fin de que resistan contra los terremotos; que las
ventanas carecen de cristales por ser muy subido el precio del vidrio; que las
calles están cruzadas por acequias de unas diez y ocho pulgadas de ancho; que
un cordero puede comprarse por unos treinta y siete y medio centavos; dice que
la verdura y la fruta son muy baratas, y le dedica un recuerdo especial al
riquísimo melón moscatel.
La población de
Chile, observa Johnston, alcanza, según se cree, a un millón de almas, sin
tomar en cuenta a «los indios no domesticados» que «forman una muchedumbre
sencilla e inofensiva, y han sido reducidos a la última escala de los seres
humanos por su pasiva obediencia a la voluntad de los blancos, a quienes se les
ha enseñado a estimar como sus naturales superiores». ¿Qué impresión produciría
esta última observación y este juicio de Johnston en los lectores
norteamericanos de su libro, que todavía creerían en la existencia de los
esforzados, altivos, indómitos araucanos de Ercilla?
Pasando a
considerar la sociabilidad chilena, dice Johnston que los nobles españoles
residentes en Chile, aunque se cuentan en escaso número, no se tratan con los
comerciantes, aunque [18] sean muy acaudalados, pues los consideran inferiores
y que sólo ellos y sus descendientes se juzgan como los llamados a gobernar y a
ejercer los cargos militares de importancia: «Se creen -escribe- sobre las
leyes humanas y divinas, y aun algunos sostienen la máxima de que es cosa
impropia de la dignidad de un noble español aprender a leer o escribir, puesto
que siempre sus criados podrán hacer sus veces en esto». Agrega que el
comerciante trata con el mismo desprecio con que él es tratado por el noble, al
abogado o al médico, mientras los de la tercera clase miran con el más profundo
desprecio al artesano, quien a su vez ve con repulsión todo contacto con el
indio.
A pesar del clima,
que es «tal vez el más agradable del mundo, si se exceptúa el de Italia»; de
que Chile es un país que mana leche y miel; que el que cultiva la tierra «puede
estar cierto de que alcanzará con creces el fruto de su trabajo»; que el país
produce casi todos los frutos tropicales y vegetales y abunda en minas de oro,
plata, hierro, cobre, plomo, estaño, y que el chileno es un pueblo vigoroso,
observa Johnston que sus habitantes son flojos: se levantan entre ocho y nueve
de la mañana, y después de comer (o sea el almuerzo de hoy) duermen la siesta
durante dos o tres horas, y «en esta parte del día las tiendas se cierran y
podrá uno pasearse por toda la ciudad y probablemente no verá cinco personas.
[19] Es dicho corriente que a esa hora se hallan despiertos los ingleses y los
perros, lo que en verdad es perfectamente exacto, y pretender hacer negocio
alguno con los chilenos durante el tiempo de la siesta, sería lo mismo que si
en los Estados Unidos alguien tratara de negociar con un presbiteriano en día
domingo. Aun en los contratos de alquiler de los criados se establece que se
les permitirá dormir su siesta después de comer». Hacia el quebrar de las luces
la ciudad se anima de nuevo, apunta; luego, al ponerse el sol, la gente toma un
mate y la noche se dedica a bailar o hacer visitas hasta las once o doce, hora
de cena, y luego después, de recogida.
La mujer chilena
le impresiona gratamente a Johnston: «La belleza externa -dice- es la suprema
aspiración de la mujer chilena, pero el entendimiento se descuida por completo;
algunas solamente se toman el trabajo de aprender a leer o escribir; pero la
mayor parte dedica el tiempo al adorno de su persona, que consiste,
especialmente, en el hábil manejo del colorete». Tan universal es esta
costumbre de pintarse -escribe- que en una reunión muy concurrida rara vez
podrá verse una señora que se presente sin estar del todo desfigurada.
Las diversiones
sociales no son muy abundantes, pues no pasan de las carreras de caballos, el
billar, las corridas de toros, las peleas de gallos, el paseo por el Tajamar,
las visitas, el teatro, [20] el flirt, que se estilaba entonces entre la gente
moza de una manera harto más recatada que la de hoy: jamás una joven pasea con
su pretendiente sin que les acompañe una persona de respeto, quien interceptará
siempre toda mirada atrevida o todo ademán dudoso. Las fiestas extraordinarias
del año, el Carnaval, la Semana de Pasión y otras festividades religiosas,
suman y compendian el rodaje cotidiano de la vida social en la metrópoli, por
aquellos años. «Los sermones que aquí se predican -dice Johnston- son de lo más
impresionante que haya oído. Asistí a uno en la noche, en la Plaza del Mercado,
que escuchaba una inmensa muchedumbre. El orador se había subido a una
plataforma que estaba más alta que las cabezas de sus oyentes y en la que se
hallaba colocada una imagen de Cristo en la cruz. El sermón versaba sobre la
crucifixión, y el predicador hablaba con tanta unción que casi no había nadie
de los circunstantes que no llorase. Cuando llegó a la parte de su tema, en que
nuestro Salvador es descendido de la cruz, quitó los clavos a la imagen y fue
bajada por medio de una maquinaria dispuesta al efecto. La hora, que era la de
medianoche, el elocuente lenguaje del predicador y la manifiesta devoción de
los oyentes, estaban calculados para inspirar las más puras sensaciones y los
sentimientos más devotos».
Por lo que toca a
la cultura social, Johnston [21] transcribe una anécdota muy significativa:
recuerda a don José Antonio Rojas, educado en Francia y España y que fue amigo
de Franklin en París. Al regresar a Chile llevó una copiosa biblioteca y
algunos aparatos de Física. Un día, estando reunidas algunas personas en su
casa, se propuso entretenerlas haciendo funcionar una pequeña dinamo, y fue
tanta la sorpresa de los expectantes, que, atribuyendo la producción de la
chispa a cosa sobrenatural, fueron a denunciarlo a la Inquisición, que le
redujo a prisión y le envió a Lima, después de cuyo regreso encontró que los
ministros inquisitoriales habían dado a las llamas sus libros y destrozado sus
aparatos.
Si en cuanto decía
relación con las costumbres, el aspecto general del país, sus ciudades, sus
progresos, el de Johnston, se mostró un espíritu observador, que no desperdiciaba
los detalles ni pasaba por alto todo aquello que podía completar sus
impresiones de simple curioso, cuanto atento viajero, en lo que respecta a los
acontecimientos que le tocó presenciar, siendo a veces su protagonista, buen
cuidado tuvo de ser prolijo en el narrar y minucioso en todo lo que tuviera
alcance con ellos; así, por ejemplo, cada aserto lo corroboró, las más de las
veces, con documentos transcritos íntegramente, como ser comunicaciones
oficiales o proclamas, lo cual le da a su Diario autoridad de fuente valiosa,
digna de crédito. [22]
Decíamos que
Johnston había sido contratado, con dos compañeros más de su mismo oficio, para
que regentasen una imprenta que iba a permitirle a la Junta Gubernativa,
compuesta de don José Miguel Carrera, de don Nicolás de la Cerda y de don
Santiago Portales, lanzar los primeros papeles impresos y bien pronto un
periódico de la importancia de La Aurora, cuya significación en la historia de
la revolución y guerra de la Independencia de Chile tiene un tan señalado
valor. Fue así como, dos meses después de llegar a la metrópoli Johnston, ya
estaba instalado el taller tipográfico en un departamento del edificio de la
antigua Universidad de San Felipe, y la Junta dictaba un decreto asignándoles a
los tres tipógrafos un sueldo de mil pesos anuales, debiendo el propietario de
la imprenta, don Mateo Arnaldo Hoevel, pagarles doscientos pesos más a cada
uno, de las utilidades que produjese la imprenta, y la Junta abonarles una
gratificación deducida de esas mismas utilidades, que, desgraciadamente, no
iban a pasar de ser más que ilusorias.
El 12 de febrero
comenzó a circular en Santiago el prospecto que anunciaba el periódico La
Aurora, cuya aparición fue recibida con manifestaciones de regocijo, como si
éste significase un nuncio de alegría y de positivos beneficios para todos (3).
Continuaron en sus labores los [23] diligentes tipógrafos durante casi cinco
meses, sin interrupción de ninguna especie, hasta que el 4 de julio, con motivo
de una reunión celebrada en el Consulado yanqui en celebración del aniversario
de la Independencia norteamericana, bebieron más de lo conveniente, debiendo
ser sacados de la sala donde se encontraba reunida la concurrencia por orden
del Cónsul, pues se habían sobrepasado en su trato con las señoras. Una
escolta, a cargo de un sargento, fue encargada de conducirlos a su domicilio;
pero como quiera que se vieron pronto en la calle, llevados de una manera harto
vergonzosa por la fuerza pública, se rebeló en ellos el espíritu levantisco, ya
muy enardecido por las libaciones, y la emprendieron contra la guardia, a
insulto limpio primero, y luego por la vía de los hechos, «la que hizo fuego
sobre ellos -escribe don José Toribio Medina en su completa noticia biográfica
sobre Johnston- y los que los acompañaban, entre quienes se contaban algunos
oficiales chilenos, de lo que resultó quedar ocho personas gravemente heridas,
incluso Burbidge (uno de los tipógrafos), que falleció cuatro días más tarde».
[24] Tras la refriega, Johnston y su compañero restante fueron arrestados,
permaneciendo en prisión diez días, para volver luego a reanudar sus tareas y
dar a la estampa nuevamente La Aurora, que, durante el poco honroso cautiverio,
había sido compuesta e impresa por el joven empleado del cabildo don José
Manuel Gandarillas. «La evidente conveniencia que había en que se siguiese
publicando fue, sin duda, también lo que motivó -dice el señor Medina- la
pronta libertad de los americanos. Johnston, apenas si en sus Cartas trae una
mención, ya se comprenderá por qué, de aquel memorable 4 de julio celebrado por
primera vez en Santiago y en el que se estrenó igualmente por los insurgentes
el uso de la escarapela tricolor, símbolo de una nueva patria».
Buen cuidado tuvo
de pasar bien por lo alto Johnston en su Diario todo recuerdo desfavorable de
ese 4 de julio, para él nada halagador; dice solamente que fue celebrado de una
manera muy digna; que a la salida del sol «las estrellas y listas de la bandera
de nuestra nación fueron izadas en muchos sitios públicos», cosa que se hacía
por primera vez en Santiago; que por la tarde «nuestros compatriotas, en
compañía de algunos caballeros chilenos de distinción, celebramos una fiesta en
la cual la libertad e independencia de ambas naciones fueron mutuamente recordadas
en alegres brindis. En la noche [25] se dio un magnífico baile por nuestro
Cónsul general, al cual asistieron la Junta y cerca de trescientas personas de
ambos sexos de la mejor sociedad». Bien celebrada fue en verdad la libertad,
que por mucho celebrarla acabaron por perderla Johnston y sus compañeros,
perdiendo con ella, además, uno de los tipógrafos, hasta la vida.
Felizmente
entonces las cosas se estilaban de otro modo que hogaño, y la República del
Norte no creyó oportuno entablar reclamaciones diplomáticas por el súbdito
muerto, como ha sucedido en más de una ocasión posterior.
Mientras Johnston
vivía dedicado casi por entero a sus labores tipográficas, no se daba tregua en
sus observaciones sobre el estado del país y particularmente sobre su estado
político. Cuando su arribo, se encontraban al frente del Gobierno los hermanos
Carrera, don José Miguel y don Juan José, que realizaron una pequeña revolución
a fin de llegar al poder, revolución que Johnston estima como fuente benéfica
de resultados para el país: «Los Carrera, aunque usurpadores -escribe
Johnston-, no eran unos déspotas. El poder que habían obtenido por la fuerza,
procuraron retenerlo conquistándose el afecto del pueblo, y con tal objeto en
mira, el 18 de septiembre organizaron la actual Junta, formada por tres
individuos, uno de ellos, José Miguel, como presidente, que llamó a participar
[26] con él la honra y el poder a don Nicolás de la Cerda y a don Santiago
Portales, para que cada uno a su turno asumiese la presidencia durante cuatro
meses».
Y no se crea que
Johnston procuraba en su Diario consignar solamente impresiones tan frívolas
como agradables para los chilenos, procurando siempre agradar; por la inversa,
llama grandemente la atención, dada la modestia de su oficio, que hacía de él
poco más que un simple operario, la rara independencia y justeza de sus
apreciaciones. Así, por ejemplo, cuando recuerda la renuncia de uno de los
miembros de la Junta, escribe con honrada dureza: «Con ocasión de la renuncia
de la Cerda, fue nombrado en su lugar don Pedro José de Prado, otro viejo
absolutamente inadecuado por su edad y por su falta de inteligencia para un
empleo cualquiera; y aunque nunca pudiera descubrirse que hubiera alguna vez
prestado cualquier servicio que le constituyera digno de la actual distinción,
podría aseverarse, en cambio, que jamás había hecho mal a nadie». Este juicio
da la medida del espíritu crítico de Johnston, que no le inducía a aceptar las
cosas y las personas sin su meditada razón de inventario. ¿Qué pretendía al
estampar ese pequeño retrato? Nada más que probar, como lo había hecho al
trazar el de Portales, que don José Miguel Carrera ejercía solo el mando,
asesorado por personas que no [27] pasaban de ser más que simples y dóciles
instrumentos suyos.
Y ya que hemos
estampado la palabra retrato, debemos recordar que en este sentido el Diario de
Johnston muestra una significativa virtud literaria: a pesar de no ser un
escritor profesional, tenía a su disposición una pluma que, si no es posible
calificar de brillante, por lo menos debe ser considerada como de una grande y
segura habilidad.
El breve retrato
psicológico de don Santiago Portales es muy justo y está bien trazado; el de
don José Miguel Carrera no le va en zaga, sobre todo en las líneas siguientes,
que le permiten pintarle de una plumada, cuando escribe: «Con la totalidad de
las fuerzas del reino bajo su dirección, Carrera se abstuvo de violencias
contra los derechos del pueblo y con toda conciencia se empeñó en dictar leyes
y medidas que tendiesen a consultar los intereses permanentes del país. Se
había educado para la carrera militar. Recibió en la Península una educación
liberal, y al servicio de España había alcanzado el grado de mayor en los
comienzos de la invasión de Bonaparte; pero manifestando ideas demasiado
avanzadas en concepto de algunos de sus jefes, se le consideró como hombre
peligroso y fue vigilado con aquel celo tan propio del carácter español. Pronto
abandonó el servicio y regresó al país de su nacimiento, [28] donde se ofrecía
un campo más amplio a sus ambiciosas miras».
Johnston no
escatimó sus elogios para el nuevo Gobierno, que él veía empeñado en la obra de
abolir añejos privilegios y leyes caducas, relevando a los extranjeros de
trámites vejatorios y dictando ordenanzas higiénicas, como ser el aseo y riego
de las calles, cuyas infracciones se castigaban con multas severas. Observa que
el estado político del país no es muy halagüeño, pues existen más partidos y
disensiones internas de las deseables, y por sobre todo esto cree que el único
gobernante digno que el país se merece es Carrera, «que en las actuales
circunstancias está llamado, con justos títulos, a gobernarlo».
La tranquilidad
aparente en que parecía descansar Chile iba a ser bien pronto perturbada con
una seria amenaza de guerra: la proclamación de la Independencia alarmó al
virrey del Perú, quien un buen día envió un violento oficio al Gobierno,
requiriéndolo para que se sometiese a su autoridad, que era la de Su Majestad
Fernando VII. Para Lima el alejamiento de Chile constituía un serio peligro, ya
que este reino le enviaba el trigo que consumía, la carne salada, las frutas
secas, mantequilla, sebo y vinos. La contestación altanera y digna del Gobierno
chileno tuvo por consecuencia la guerra: se despacharon órdenes a Valparaíso,
Coquimbo [29] y Concepción, a fin de que los cañones de los fuertes se
encontrasen listos, y se llamaron a las milicias. No tardó en desembarcar una
división realista en Concepción al mando del general Pareja, mientras el
Gobierno chileno se apodera de siete buques limeños, cuyas velas habían sido
recogidas y sus mercaderías descargadas. El entusiasmo en el pueblo era
desbordante: «Siete personas hay empleadas en el Erario nacional para recibir
las erogaciones voluntarias del pueblo, y éstas no dan abasto para contar el
dinero y dar recibo inmediato de su entrega»; se organizan compañías de
voluntarios, y hasta el propio Johnston se metamorfosea en hijo de Neptuno,
«yendo a buscar renombre por el tronar de los cañones», es decir, partió a
embarcarse en Valparaíso a las órdenes del Gobierno.
¿Por qué había
mudado tanto de oficio en tan breve plazo? Después de terminar su contrato,
cuando dejó de aparecer La Aurora, comenzó a editar El Monitor Araucano, y tal
vez, como cree don José Toribio Medina, habiendo sido arrendada la imprenta, se
vio en la obligación de asirse al primer tablón flotante, enrolándose en la
flotilla que el Gobierno insurgente organizaba por ese entonces en Valparaíso,
para cortar toda retirada al enemigo, si era vencido en tierra.
En hora
desgraciada tomó Johnston dicha [30] resolución, pues iba a salir harto
malparado de ella: se lo había dicho que se iba a enterar la dotación de la
flotilla con norteamericanos e ingleses, cosa que no sucedió. «Había recibido
-dice- mi nombramiento de teniente de fragata, y era a bordo del bergantín,
fuera del capitán Barnewall, el único oficial con nombramiento en forma».
A poco de hacerse
a la vela fueron traicionados por un complot arteramente urdido, que puso en
serio peligro de muerte la vida de Johnston. «El amotinamiento se había hecho
general. Los soldados apuntaban sus fusiles cargados a mi pecho, gritándome que
me rindiera si quería escapar la vida». Sus paisanos estaban todos encerrados
en el castillo de proa; al ser hecho prisionero y conducírsele a la cámara, un
negro «me arrojó una pica de abordaje, con la cual, por fortuna, erró el tiro y
fue a clavarse en la borda».
Llevados hasta el
Callao, fueron encerrados en los calabozos de un fuerte, donde se les siguió un
proceso que dio por resultado su reclusión durante cinco meses y trece días
hasta que se les embarcó en el Hope, que debía llevarlos en derechura a Estados
Unidos, yendo a parar nuevamente a Valparaíso, a causa de las escasas
provisiones que llevaba y del crecido número de pasajeros que conducía.
Durante su estada
en el Perú pocas cosas había [31] tenido ocasión de presenciar Johnston, dada
su calidad de reo, y solamente pudieron impresionarle de un modo desfavorable
las cosas inmediatas: el mal clima, la pobreza general, la escasez de
alimentos, que veía, además, a través del prisma de las frecuentes enfermedades
que le aquejaron. En Chile proseguía entretanto la guerra contra los realistas,
habiéndose apoderado el ejército de los Carrera de Concepción, mientras las
tropas enviadas por el Virrey iban a fortificarse en Chillán, hasta que, con
nuevos refuerzos venidos del Perú, iban a comenzar la reconquista del país,
siéndoles favorables las disensiones de los patriotas.
En vano Johnston
entabló gestiones ante la Junta para obtener una gratificación por los
servicios prestados al país, o cobrándole el sueldo que le correspondía por sus
servicios de oficial de Marina bajo la bandera de Chile; todo fue en vano, y
antes de partir escribió Johnston: «Ni el capitán Barnewall, ni yo, ni persona
alguna de la dotación del Potrillo (el buque que se había alistado en
Valparaíso) han recibido un solo centavo del Gobierno en pago de nuestros
servicios y sufrimientos prestados y padecidos por su causa».
Pero a la
zarandeada vida de Johnston debía quedarle aún una última peripecia por correr,
antes de alejarse definitivamente de las costas chilenas. En efecto, habiéndose
embarcado en la [32] fragata de guerra yanqui Essex, se vio bien pronto en
medio del más horrible combate marítimo contra el buque inglés Phoebe, que
terminó con la rendición del primero al pabellón inglés, después de dos horas
de sangrienta batalla, y cuando de su tripulación no quedaban más que heridos y
el buque comenzaba a arder. Con rara fortuna había escapado ileso una vez más
Johnston, perdiendo solamente en la refriega una parte de su Diario, que
después había de rehacer de memoria.
Permaneció un mes
en Valparaíso, y embarcó por fin con rumbo a su patria, el 27 de abril de 1814.
Casi dos años
había estado Johnston rodando a través de extrañas tierras, y volvía a su
rincón en Erie, tras esa larga cuanto poco provechosa ausencia. Ni fortuna, ni
más honores que una carta de ciudadanía extendida en Chile a su favor, eran los
gajes que había obtenido en su largo viaje. Regresaba a su pueblo natal a
reparar y completar los originales de su Diario, que bien pronto iba a publicar
un amigo suyo, en una imprenta de su propiedad.
Sin embargo, la
para él poco provechosa aventura de esos tres años corridos y sufridos en
ingratas cuanto lejanas tierras, donde padeció pobreza sin cuento y quebrantos
en prisiones, escapando más de una vez a segura muerte, había de redundar en
doble provecho para la tierra [33] chilena y para la libertad y la historia
americanas: la impresión de los primeros papeles de la Junta de Gobierno, que
fueron un vehículo eficaz de las nuevas ideas; del primer periódico, del primer
libro, y la herencia de una obra amena y útil, que muchas veces habrá de ser
invocada como testimonio documental en los trabajos de los historiadores.
ARMANDO DONOSO. [34] [35]
Carta primera
Viaje hasta Valparaíso y de ahí a Santiago
Santiago de Chile, 9 de febrero de 1812.
Querido amigo:
Después de un
molesto y desagradable viaje de ciento veintidós días, llegamos el 21 de
noviembre a Valparaíso, el principal puerto de este reino.
Me propuse, cuando
partí de Nueva York, llevar un diario ordenado de nuestra travesía,
imaginándome que una tan larga jornada habría de ofrecer abundante materia que
contar. Así sucede de ordinario, en el modo acostumbrado en las narraciones de
viajes, basadas, frecuentemente, en exageraciones y bambollas; si bien las de
viajes marítimos resultan generalmente más espumosas que las aguas del mar,
aunque, de seguro, no tan profundas. Pero de hecho nuestro viaje estuvo tan
destituido de variedad, tan poco de [36] maravilloso ocurrió durante él, que un
diario continuado, hablando con entera verdad, resultaría poco instructivo y
aun de menos entretenimiento. Comencé, en efecto, uno, pero hube de
interrumpirlo. Sin embargo, he ido apuntando, a medida que ocurrían, cualquier
incidente que me imaginé pudiera interesar a usted. Tal fue lo que me propuse
consignar para disfrute de usted, pero alcanzó tales proporciones, que no
atreviéndome a poner a prueba la paciencia de usted transmitiéndoselo por
entero, debo contentarme con darle algunos pocos extractos.
Desde el momento
en que pasamos el faro de Sandy-Hook hasta que cruzamos la línea ecuatorial, el
tiempo se mantuvo casi continuamente en calma; apenas si experimentamos una
brisa más intensa que la que, en términos de marina, se llama viento favorable,
o que, en lenguaje poético, se nombra céfiro. Algo sufrimos del calor en la
zona tórrida, aunque, en verdad, no lo notamos tan extremado, aun despedido «de
los ardientes rayos de un sol a plomo», como lo sentimos en Nueva York durante
las dos primeras semanas del pasado mes de julio. El 21 de septiembre cruzamos
el trópico de Capricornio, después de haber sudado treinta y cuatro días en la
zona tórrida. El tiempo continuó siendo notablemente bonancible, hasta que
alcanzamos el [37] grado 28 de latitud Sur. Aquí, por primera vez,
experimentamos lo que se llama una racha de viento, sin que antes de esto
ocurriese más cosa de importancia que un chubasco. El viento saltó al
Nornordeste y comenzó a soplar bastante fresco: el mar se agitó con violencia
casi al punto mismo, las ondas se encresparon, saltaban las espumas de las olas
y la nave cabeceaba, etc., etc. Diéronse al instante órdenes para disminuir de
velas y rizar la de trinquete. Durante largo tiempo había estado en espera de
un temporal, preguntando con frecuencia, siempre que nos asaltaba una racha, si
aquello no era un temporal; al hacer hoy mi consabida pregunta, se me dijo que
habíamos tenido una verdadera tormenta, pero no duró mucho; en unas seis horas
navegábamos de nuevo a velas desplegadas.
Habiendo penetrado
en los dominios australes del dios de los hielos, esperábamos pronto un cambio
considerable de tiempo, y en ello no anduvimos descaminados, porque bien pronto
sentimos que el frío aumentaba, de tal modo, que cuando alcanzamos los 58º de
latitud Sur, llegó a hacerse intenso. Fue tarea penosa la de doblar el Cabo de
Hornos. Nos vimos forzados durante quince días a soportar un mar de proa y
vientos contrarios, en un paraje por extremo frío y sin lograr fuego alguno
para endulzar los efectos desagradables [38] de la temperatura. Llegamos
entonces a estimar el lujo que importa el calor de una estufa, así como nadie
sabe apreciar cuánto vale la salud sino cuando está enfermo.
Como el camarote que ocupábamos a bordo era
grande, resolví apersonarme al cocinero, quien, después de algunas indirectas,
me invitó a sus dominios; pero luego hube de verme en la precisión de tomar un
partido, ante la disyuntiva de sofocarme por el humo o de helarme, y resolví
como preferible esto último.
Hallándonos el 23
de noviembre (4), segun las observaciones hechas, en la longitud de 80º al
Oeste del meridiano de Londres y a los 55º de latitud Sur, después de haber
sido asaltados por muchas furiosas rachas de viento, granizo y fríos aguaceros,
hallamos que habíamos doblado con fortuna esa horrible punta (Cabo de Hornos),
para pasar el cual el célebre navegante inglés, almirante Anson, aseguraba
haber perdido tres veces su velamen entero, lo que logramos sin daño de un solo
cable.
Pronto notamos
que, si bien habíamos doblado el Cabo de Hornos, permanecíamos aún [39] dentro
de la zona de las tormentas. El día 29 comenzó a desencadenarse un vendaval más
fuerte de cuantos hasta entonces hubiéramos experimentado, acompañado de nieve
y de granizo. A las ocho de la mañana, saltó el viento al NNO (enteramente de
proa) y se convirtió el temporal tan violento que, antes de las diez, el barco
navegaba con sólo las velas indispensables. Nuestras provisiones (que por esos
días se hallaban ya muy mermadas y habían, por lo mismo, pasado a ser de
incalculable valor) las pusimos en el entrepuente, temerosos de que un golpe de
agua cargase con ellas, y se hizo cuanto las circunstancias aconsejaban para
capear el temporal lo mejor que se pudiera.
Aquí sería el caso
de decir que si poseyese el talento descriptivo de algunos viajeros, que han
deleitado al mundo con relatos de escenas como la que presenciaba, lo haría
estremecer a usted; os diría que para pintar el horrible aspecto del Océano
agitado por tan tremendo vendaval, sería imposible, porque en verdad, el
vocabulario inglés se halla falto de expresiones para pintar como se debiera un
tema tan sublimemente terrible y por tanto extremo horrorífico. Decir que las
olas eran tan altas que parecían montañas, sería simplemente una vulgaridad y
apenas daría una pobre pintura del espectáculo. «Grandes cordilleras [40] de
agua corrían sin cesar a nuestro alrededor», tan enormes, tan gigantescas, que
comparadas con ellas los Andes o los montes Allegheny, podrían estimarse como
simples hormigueros o topineras. A veces nuestro barco parecía levantarse hasta
las nubes, como si hubiese emprendido el vuelo para llegar a los cielos, y en
otras parecía como si se fuera a hundir en lo más profundo de la tierra. Por
momentos nos sumergíamos, ya en las garras de la muerte, y luego subíamos, como
nos parecía, desde el sepulcro. Decir que el viento resonaba como el trueno,
sería una pálida pintura de su horroroso estruendo. Silbaba cual si el aire
estuviese poblado con los aullidos de toda especie de animales salvajes y de
los reptiles que habitan las soledades del África o las florestas sin límites
de la América del Sur; y entre ellos habrían podido distinguirse los rugidos de
los leones; los gruñidos de los leopardos, panteras y tigres; los aullidos de
los lobos y de las hienas; los silbidos de las serpientes y fieros dragones;
los chillidos de las lechuzas y el aborrecible waw-woo-waw de los gatos
silvestres; reunidos todos en desigual concierto para producir los sonidos más
repelentes y tristemente discordantes que jamás llegaron a oídos humanos. Y
así, para acabar de pintar tal escena, pondré punto final a mi descripción,
dándole [41] tinte más culto con los siguientes versos:
«La tierra se queja, el aire se agita y
resuena lo profundo.
Las rocas, estremeciéndose, estallan, y las montañas parecen
bailar.
La desesperación se apoderó de nuestra razón.
Y, dislocados por el horror, cada uno de nuestros miembros,
temblaban».
Si me propusiera
pintar a usted escenas tristes, contaría a usted uno por uno los detalles del
viaje en este mismo exagerado diapasón, si bien modestamente declaro que, así y
todo, queda bastante lejos de lo que fue en realidad, y si lo he logrado, habrá
sido lo que los marinos llaman un embuste gordo.
Cierto es que el
viento era harto fuerte y que, en consecuencia, el mar se hallaba muy agitado;
lo es también que nos sentíamos recelosos de surcar un mar que pudo habernos
proporcionado algún serio percance, y que, así nos considerábamos menos seguros
que lo que pudiéramos navegando con brisas moderadas; pero que las olas
sobrepasaban en altura al Pico de Tenerife, o eran más dilatadas que las Blue
Mountains, no es exacto. Por lo que a mí respecta, nunca vi olas que mereciesen
el calificativo de cordilleras o del Bunker Hill, y aunque el viento soplaba
con violencia y silbaba en el velamen, honradamente confieso que ruidos más fuertes
he oído causados por el trueno. [42]
Nuestra nave,
durante la tormenta, corría como un pato; se mantuvo perfectamente enhiesta, y
no embarcó una gota de agua. Nuestro principal temor se fundaba en que,
trabajada por mar tan gruesa, comenzase a hacer agua, en cuyo caso nuestra
situación se habría tornado peligrosa, a causa de que las dos bombas con que
contábamos se hallaban completamente obstruidas por la brea que se había
derramado de varios barriles que reventaron en las bodegas. Éste era un motivo
de sobresalto, que nos duró durante todo el curso de la navegación, pues, caso
de haber ocurrido semejante percance, más que probable es que hubiéramos pasado
a ser pasto de los peces.
Después de esta
tormenta, nada digno de nota ocurrió hasta nuestro arribo al puerto de
Valparaíso.
Esta ciudad está
situada en una hermosa bahía, al pie de una hilera de cerros altos; tiene una
calle principal, en la que se ven algunos hermosos edificios, habitados «por la
gente acomodada; las cabañas del pueblo se levantan en las faldas de los
cerros, dando al conjunto un pintoresco aspecto; como a un cuarto de milla de
la ciudad se halla la aldea del Almendral, que, unida a aquélla, contendrán
quizás cinco o seis mil habitantes. Las casas son generalmente de un solo piso,
construidas [43] con grandes adobes fabricados con barro y paja, y con el suelo
enladrillado.
La bahía forma
casi un semicírculo, y se halla al abrigo de los vientos, con excepción del
norte y de los remolinos que de ordinario descienden de los cerros a la hora de
puesta de sol; por la mañana reina de ordinario una neblina, sin viento; en la
playa se alzó una gran cruz, erigida para conmemorar el naufragio de un buque
de guerra español ocurrido algunos años atrás, cuya tripulación (unos trescientos
hombres) pereció en su totalidad; fue aquélla una tormenta tan grande, que las
olas dañaron al pueblo entero y los habitantes tuvieron que subirse a los
cerros, desde donde presenciaron tan fatal catástrofe, aunque sin poder prestar
auxilio alguno a las víctimas.
El Gobernador
reside en el Castillo Viejo, construcción sólida que domina la bahía y el
fondeadero, que al presente está armado con doce largos cañones de bronce de 32
libras. Se alza en la ladera de un cerro y sus defensas exteriores consisten en
un fuerte muro de piedra asentada en cal, que tiene como una milla de circuito.
Existen otras obras de defensa interiores: revellines, socavones, subterráneos,
etcétera, además de arsenales, almacén de provisiones y cuarteles capaces para
alojar hasta quince mil hombres, con los suficientes [44] pertrechos de guerra.
El sitio es naturalmente muy fuerte, y el único lugar por donde pudiera ser
asaltado es en el que están montados los grandes cañones, que forma parte de la
calle y se halla por lo menos a 25 pies sobre su nivel; los otros puntos son
absolutamente inaccesibles, a no ser por avances regulares; y por lo que a mí
toca, opino que pudieran ubicarse en los muros, sin inconveniente, hasta ciento
cincuenta piezas de artillería.
Atribúyese a
Valdivia, el conquistador de Chile, la delineación y plan de este fuerte,
edificado como lugar de refugio contra los ataques de los indios. Ha recibido
algunas mejoras, y todas sus defensas se hallan al presente en buen estado. El
edificio ocupado por el Gobernador es cómodo, pero falto de elegancia; los
alojamientos para los oficiales y los cuarteles para la tropa son amplios y
adecuados a su objeto, y el edificio todo está provisto de una aseada capilla
en la que se dice misa los domingos, con acompañamiento de músicas militares.
Existen también dos baterías en forma de media luna a lo largo de la playa, una
a la derecha del pueblo (castillo del Barón) y otra hacia la izquierda
(castillo de San Lorenzo), armadas de diez o doce cañones cada una, ascendiendo
la guarnición total a unos mil quinientos hombres. [45]
A la mañana
siguiente a nuestro arribo nos hizo una visita el Gobernador y su séquito,
acompañados de la Gobernadora y de varias señoras de distinción. Fui invitado a
comer con su Excelencia; los invitados fueron muchos y nos entretuvimos
bastante. Un sargento de la guardia, que entendía algo de inglés, fue llamado
para que sirviese de intérprete, y con su ayuda logré medio entender lo que
hablaban, y aunque no podría decir si me entendieron, se manifestaron todos tan
educados, hasta dar muestras de comprender cuanto decía. Después de la comida,
mi honorable huésped insistió en que debíamos dormir la siesta, lo que el
instruido sargento me significó que quería decir recostarme por una o dos
horas. Deseé declinar el ofrecimiento, pero se me advirtió que tal era la
costumbre del país, y que sería mal visto en un caballero que anduviese a tal
hora por las calles; hube, por supuesto, de aceptar. Hacia la hora de puesta
del sol nos hallábamos todos en movimiento, habiendo propuesto su Excelencia
que diésemos un paseo con las señoras. Consentí en ello, aunque me parecía
imposible contar para el caso con el avisado sargento, temiendo por su falta
colocarme en una situación embarazosa. La hermosura angelical confiada a mis
cuidados parecía olvidarse de que yo no entendía su lengua, y me hablaba con la
mayor animación [46] imaginable. Por mi parte, tenía que limitarme a mirarla
con alegres ojos y hablar desenfadadamente en inglés, tal como mi encantadora
compañera lo hacía en castellano, si bien luego comprendí que la mejor manera
de hacerme entender tenía que ser con el lenguaje de los ojos, «esos fieles
intérpretes del corazón», en el cual descubrí luego que mi compañera no era una
novicia. La noche se gastó en un baile, que fue favorecido con la presencia de
varias señoras de exquisita belleza.
Después de una
permanencia de diez días en Valparaíso, durante los cuales recibí variadas
muestras de delicada amistad de personas de ambos sexos, lo que hizo que el
tiempo se deslizara muy agradablemente, mis negocios me obligaron a decir adiós
a Valparaíso para dirigirme a Santiago, la capital del país.
Alquilé caballos
para mí y mi guía y me puse en camino a la hora de entrarse el sol; dióseme a
entender que no faltaba motivo para temer algún asalto de bandoleros, y así
hube de proveerme de un par de buenas pistolas, asegurándoseme que eso
bastaría, pues los ladrones en este país eran lo bastante pobres para no poder
cargar armas de fuego, sin que jamás anduviesen armados más que del lazo y del
cuchillo. El lazo es una tira de cuero [47] de vaca de unos 50 pies de largo,
con una lazada en un extremo y asegurada en el otro en la cincha de la montura.
Se emplea en varios usos, y los campesinos lo manejan con gran destreza. Son
capaces de arrojarlo a cuarenta o cincuenta pies de distancia a un caballo
suelto o a un toro bravo, enlazándolos de los cuernos o de las patas. Se
adiestran los caballos para este ejercicio, y en el momento oportuno se paran
de golpe y se están como un barco que capea un temporal. Al animal así enlazado
se le asegura con poca dificultad. Los bandoleros tiran el lazo sobre el cuerpo
del jinete asaltado y le arrojan inmediatamente caballo abajo. Es arma
formidable, y la única manera de contrarrestar sus efectos es poder correr más
que el asaltante, y siguiéndole de cerca, mantener el lazo estirado hasta que
se presente la oportunidad de dispararle o de cortar aquél.
Como a media noche
llegamos a una pequeña aldea llamada Casablanca, a diez leguas de Valparaíso,
donde cenamos de lo que cargábamos, y después de descansar una hora, seguimos
adelante. Cuando comenzaba a aclarar el día, nos hallamos en Curacaví, pequeño
villorrio situado ocho leguas más distante, notable por una bien aseada
capilla, situada bastante lejos en la falda de un cerro, y por su romántica
perspectiva, estando ubicada en un [48] valle formado por majestuosos cerros,
cuyas cumbres «beben las nubes», desde donde se logra por entero la vista de
una alta montaña, llamada la «Cuesta de Prado»; su elevación se estima en unos
1.300 pies, y cuya cumbre alcanzamos justamente cuando el sol salía a esa hora,
y desde tan encumbrado sitio, la vista de que se gozaba era encantadora: a la
vez que nos sentíamos humedecer por las nubes, podíamos ver otras enteramente
bajo nosotros, deshaciéndose a los rayos del sol, que iluminaban alegremente
los valles inferiores, mientras parecíamos nosotros envueltos en la obscuridad
aparente de la noche. Hacia la hora de mediodía llegamos a Colovel (sic), once
leguas más adelante y a unas cuatro del término de nuestro viaje. Tanto
nosotros como los caballos nos hallábamos fatigados, y por eso resolví pasar
aquí el calor del día, y para ello me detuve ante la casa de mejor aspecto o,
mejor dicho, cabaña. Los chilenos son siempre hospitalarios, y aun más con los
extranjeros, y mi incorrecto español me proporcionó luego un mate (5), el mejor
presente que pudiera ofrecer la dueña de casa. Al momento [49] se comenzó a
cuidar de los caballos y se me trajo un pollo asado. El amo de la casa sacó
luego un cuchillo del cinturón de sus pantalones y me lo ofreció para que
cortara con él.
He observado que
todos los hombres del pueblo en Chile siempre cargan cuchillo: responde a todas
las necesidades domésticas, y es, generalmente hablando, su sola arma de ataque
o de defensa. Dile a entender que debía limpiarlo, y en el acto se dirigió a un
rincón de la habitación, donde estaba un cordero muerto, sin desollar, para
refregarlo en él; y como viese que me parecía mal semejante método, enderezó a
su caballo, que estaba sudado, junto a la puerta, y muy de propósito lo pasó
dos o tres veces sobre las ancas. Cogilo entonces de sus manos y lo puse sobre
la mesa, valiéndome de un cortaplumas que saqué de mi bolsillo. Siendo esta
tarea un tanto embarazosa, la dueña de casa, que notó mis vacilaciones, se
ofreció a despresarlo por mí. Con mi consentimiento, comenzando por colocar su
mano izquierda sobre la pechuga y tomando sucesivamente una pierna o un ala
entre los dedos de su mano derecha, lo despresó [50] en un momento, haciéndome
notar que unos buenos dedos superaban a todos los cuchillos y tenedores del
reino, y que ella no usaba jamás de otros instrumentos. Considerando imposible
lograr algo limpio, y hostigado por un apetito feroz, hube de rendirme a mi
suerte y almorcé regaladamente. Pregunté entonces si había alguna cama, y
señalóseme al punto otro cuarto del rancho, donde se veían dos catres,
fabricados en el modo siguiente: en lugar de patas, tenían horcones enterrados
en el suelo, con varillas verdes entretejidas. Recosteme y bien pronto hube de
olvidar aquel miserable lecho (pues no tenía colchón, sábanas ni frazadas) por
causa del profundo sueño en que casi al instante me sumergí. Desperteme más
fatigado que descansado de tal siesta, y luego continuamos nuestra jornada, no
sin que mis huesos todos protestasen enérgicamente contra los lechos de plumas
de los chilenos. Arribamos a la ciudad en la noche, habiendo hecho un viaje de
33 leguas, en el mismo caballo, en veinticuatro horas.
El camino entre
Santiago y Valparaíso, teniendo en cuenta las altas montañas que atraviesa, es
tan bueno si no mejor que las sendas vecinales de Estados Unidos; fue
construido por un irlandés (O'Higgins), presidente de Chile y después virrey
del Perú; puede cruzarse [51] en cuatro días por carretas bien cargadas; por
cuya falta, en otro tiempo, cuanta mercadería llegaba al puerto de Valparaíso
era conducida a lomo de mulas a la capital, modo de transporte sumamente
costoso y molesto. Es una manifestación estupenda de su genio emprendedor y de
su habilidad, y una gran fuente de riqueza para el país. Se me dijo que había
gastado diez años en la empresa, y que la llevó a término contra la voluntad
del pueblo cuyo mando le estaba confiado, y el que aseguraba que habría sido
también capaz de emprender la construcción de una nueva torre de Babel. La
ciudad se halla pintorescamente situada en un extenso valle, noventa millas al
poniente de la Cordillera, que divide esta provincia de la de Buenos Aires. Las
calles corren Norte-Sur y Este-Oeste. Las casas son generalmente de un piso y
fabricadas de adobes (construidas de esta manera para resistir a los temblores
de tierra, que algunas veces se hacen sentir aquí), con un amplio primer patio,
que les da un hermoso aspecto, y un delicioso jardincillo en otro interior, en
el cual, además de las flores más fragantes, crecen generalmente naranjos y
limoneros y parras de uva moscatel de las mejores, etc., etc. Merced a la
dulzura del clima, sobre todo, y a la escasez y subido precio de los vidrios en
el más cercano mercado, las ventanas carecen, de ordinario, de [52] tan
elegante adorno, que es reemplazado por rejas de hierro, lo que da a los
edificios, por lo demás hermosos, un aspecto triste, que me hacía recordar a
las cárceles de Estados Unidos. La ciudad se provee de agua del río Mapocho,
que nace en las cordilleras y corre en toda estación del año por causa del
derretimiento de las nieves de aquellas montañas; cruzan las calles acequias de
unas 18 pulgadas de ancho, que sirven para los usos domésticos, para regar los
jardines y mantener las calles frescas y limpias. La vista de la Cordillera
desde Santiago «cubierta con nieves perpetuas» es por extremo majestuosa y
concurre a inspirar a uno la noción de la sabiduría infinita del Criador, quien
al colocar a alguna de sus hechuras en un clima quemado por el sol y donde no
llueve por espacio de ocho o nueve meses en el año, las provee de estos altos
cerros para conservar la nieve, y de un sol bastante fuerte para convertirla en
agua, a medida de sus necesidades.
La recova de
Santiago merece mencionarse, tanto por su abundancia, como por su baratura. En
ella diariamente se presenta la más excelente vianda y caza, y los días
viernes, el pescado. Un cordero entero puede comprarse por unos treinta y siete
y medio centavos; la carne de vaca, por dos centavos la libra; un par de patos
gordos o pollos, por doce y [53] medio centavos; y las verduras y frutas en la
misma proporción; la fruta es siempre más crecida que en nuestro país, y el
melón moscatel, sobre todo, es exquisito.
El mercado ocupa
un amplio espacio descubierto, como de unas 500 yardas por costado. Hacia el
norte está situado el Palacio, edificio realmente soberbio, de tres pisos con
dos torrecillas; en el ala izquierda está la cárcel, y en la de la derecha el
antiguo palacio, edificio bajo y de pobre aspecto, levantado en 1714 por
Guzmán, el presidente que entonces gobernaba, y está ahora convertido en
oficinas para los escribientes subalternos de la Administración, departamentos
para sirvientes, etc. En el lado del poniente se halla la nueva catedral, toda
de piedra, y ha de tener, una vez concluida, cerca de 200 altares. Hace
cincuenta años que se empezó, y sospecho que se necesitarán de otros cincuenta
para que esté acabada del todo, pues los sacerdotes están siempre pidiendo
limosnas para terminarla, y no dudo que ya habrán colectado la suma suficiente
para costearla cuatro veces. A la derecha del templo está el palacio obispal, edificio
elegante y cómodo, con hermosas arcadas en su frente. Del lado del sur se halla
el edificio municipal, hermosa construcción, con pilares que sostienen un
balcón que se extiende por todo el largo de la plaza; en el piso [54] bajo se
encuentran los almacenes de géneros, y el interior del edificio lo ocupa la
fonda: sitio inferior, en cuanto a limpieza y buena distribución, a nuestras
posadas del campo; y del lado del oriente, se hallan las carnicerías. Esta
amplia plaza la llenan los vendedores de verduras y comerciantes de toda
especie, que llevan allí a vender sus efectos, y en su conjunto reviste un
aspecto grotesco, no desemejante a una feria en Inglaterra: en el centro hay
una maciza pila de bronce, pero sin arquitectura, y la plaza entera, despejada
al intento, forma un campo de maniobras elegante, en el cual pudieran ser
revistados diez mil hombres.
El templo de Santo
Domingo es un hermoso edificio, de piedra de cantería, con dos torres. La
Aduana, palacio del Cabildo y la Casa de Moneda, son también construcciones
elegantes y harían honor, cualquiera de ellas, a Filadelfia o Nueva York.
De usted, etc.
[55]
Carta segunda
Motín del 1.º de abril, 1811.- Disturbios en la provincia de
Concepción, etc.
Santiago, 1.º de mayo de 1812.
El gobierno de
Chile se halla al presente desempeñado por una Junta de tres individuos y es
legislativa y ejecutiva.
Antes de mi
arribo, el mando estaba todo entero a cargo de don José Miguel Carrera, con el
título de Presidente. A tal puesto ascendió por obra de la fuerza. El gobierno
anterior a él lo desempeñaba un Congreso, compuesto por diputados de todas las
provincias del reino, que cada catorce días elegía un presidente de entre sus
propios miembros, que desempeñaba el poder ejecutivo durante su turno. Don José
Miguel Carrera y don Juan José Carrera eran comandantes de sendos regimientos
cuando tenía a su cargo el gobierno ese Congreso, e idearon el atrevido
proyecto de [56] ponerse a la cabeza del país por medio de una
contrarrevolución. Ambos poseían el don de congraciarse con sus soldados, y en
la noche del 31 de marzo de 1811, con el concurso de unos pocos de sus
partidarios, se apoderaron de cuantas armas había en la ciudad (que eran casi
todas las que existían en el país), y a la cabeza de sus tropas, a la mañana
siguiente, declararon disuelto el Congreso y a don José Miguel Carrera jefe
supremo del Estado con el título de Presidente.
Todo se verificó
con pérdida de una sola vida, la de un sargento, que se sospecha había sido
sobornado para matar a Juan José Carrera, lo que ocurrió del modo siguiente: La
guardia de Palacio fue relevada en los momentos en que se daba lectura a la proclama
en la que se declaraba elegido presidente a José Miguel Carrera, y al pasar el
sargento hizo detener el pelotón. Notó Juan José Carrera que estaba cargando
muy de propósito el fusil y se dirigió inmediatamente hacia él a tiempo que le
apuntaba con el arma. Con un revés de su espada, Carrera le hizo arrojar el
fusil, y antes de que el sargento pudiese recogerlo le disparó un pistoletazo
que le atravesó el corazón.
Así se realizó la
revolución, que ha sido fuente de benéficos resultados para el país.
Los Carreras,
aunque usurpadores, no eran [57] unos déspotas. El poder que habían obtenido
por la fuerza, procuraron retenerlo conquistándose el afecto del pueblo, y con
tal objetivo en mira, el 18 de septiembre organizaron la actual Junta, formada
por tres individuos, uno de ellos José Miguel, como presidente, que llamó a
participar con él la honra y el poder, a don Nicolás de la Cerda y a don
Santiago Portales, para que cada uno, a su turno, asumiese la presidencia
durante cuatro meses. El primero, patriota convencido y de carácter bondadoso,
hombre de ilimitadas riquezas, amado por gran número de sus arrendatarios y
empleados, modesto, sencillo y por extremo hospitalario, poseía todas las
virtudes de un hombre tranquilo; pero su genio se avenía mal con el bélico son
del clarín revolucionario. Su alma honrada hubo de retraerse ante la pesada
responsabilidad de regir los destinos de su país, y con gran contentamiento
suyo resignó el poder que se le había conferido y que exigía una suma
considerable de acción y de pensamiento superior a la que su alma o sus fuerzas
habían estado acostumbradas a soportar.
El otro, don
Santiago Portales, hombre de fortuna y de influencia, que durante muchos años
había sido director de la Casa de Moneda en tiempo de la dominación española y
consagrádose con decisión a su empleo, ahora, [58] cuando contaba setenta años
de edad, abrazaba unos principios que antes había cordialmente despreciado, y
con ese prurito de sobresalir, tan propio de los viejos, retuvo su cargo a
expensas de sus principios. Pero su designación para formar parte de la Junta
fue un golpe maestro de la política de los Carreras; atrajo a su partido
numerosos indecisos que antes, de miedo, habían dejado de ser realistas, aunque
sin convertirse en patriotas, y sus escrúpulos de conciencia, acallados
entonces por el ejemplo de hombre tan caracterizado, se trocaron inmediatamente
en calurosos sostenedores de los derechos de su patria. Portales mismo, hombre
ya añoso, amante en extremo de la lisonja, en lugar de gobernar se convirtió en
esclavo de los demás y cayó en el ridículo por la abyecta sumisión que
tributaba a sus superiores de la Junta y su aire y continente despreciativo
para todos los que rodaban en una esfera inferior a la suya. ¡Anciano infatuado!
Al paso que mero instrumento de los otros, su ánimo estrecho se forjaba ideas
de grandeza superiores a las de un monarca, a tal punto, que el emperador
Napoleón no es tan grande hombre en su concepto como él se considera a sí
mismo.
Con ocasión de la
renuncia de Cerda, fue nombrado en su lugar don Pedro José de Prado, otro
viejo, absolutamente inadecuado por [59] su edad y por su falta de inteligencia
para un empleo cualquiera, y aunque nunca pudiera descubrirse que hubiera
alguna vez prestado cualquier servicio que le constituyera digno de la actual
distinción, podría aseverarse, en cambio, que jamás había hecho mal a nadie.
Fácilmente podrá
usted persuadirse, después de la pintura que he hecho de los caracteres de
Portales y Prado, que Carrera ejercía solo el mando supremo, lo que de hecho
acontece, pues cualquiera cosa que proponga no encuentra oposición alguna de
parte de sus colegas.
El primer acto del
nuevo Gobierno fue formar un cuerpo de guardias nacionales, cuyo mando recayó
en José Miguel, a la vez que Juan José Carrera fue ascendido a general,
recibiendo el mando de la infantería, y su hermano don Luis nombrado para
mandar la artillería.
Con la totalidad
de las fuerzas del reino bajo su dirección, Carrera se abstuvo de violencias
contra los derechos del pueblo y con toda conciencia se empeñó en dictar leyes
y medidas que tendiesen a consultar los intereses permanentes del país. Se
había educado para la carrera militar. Recibió en la Península una educación
liberal, y al servicio de España había alcanzado el grado de Mayor en los
comienzos de la invasión de Bonaparte; [60] pero manifestando ideas demasiado
avanzadas en concepto de algunos de sus jefes, se le consideró como hombre
peligroso y fue vigilado con aquel celo tan propio del carácter español. Pronto
abandonó el servicio y regresó al país de su nacimiento, donde se ofrecía un
campo más amplio a sus ambiciosas miras.
Aunque a Juan José
le cupo la parte más conspicua en la revolución que elevó a su familia a su
actual grandeza, se excusó de tomar para sí el puesto principal, en virtud del
convencimiento que abrigaba, y que le honra, de que su hermano era más capaz
que él para desempeñar el mando supremo; pero, procediendo con juicio, retuvo
para sí el comando del batallón de Granaderos, por ese entonces el mejor del
ejército chileno y cuya completa adhesión hacia él conocía.
Su hermano menor,
don Luis, tuvo el mando de la artillería, y con todas estas fuerzas bajo sus
órdenes, y con soldados profundamente afectos a sus jefes, como ya lo observé,
no atentaron en modo alguno contra los derechos del pueblo excepto aquellos
actos, que luego referiré, que en tal sentido pueden achacárseles; mas como no
me guía sentimiento alguno en favor o en contra de uno u otro partido, me
limitaré a enumerar ciertos actos del gobierno supremo que he podido notar
personalmente, añadiendo sólo aquellas consideraciones [61] que sirvan para
hacer comprensibles las causas de semejante proceder.
Nuestro cónsul
general, el coronel J. R. Poinsett, fue recibido el 24 de febrero último de la
manera más pública y solemne. Habiéndose reunido la Junta en la sala de sus
sesiones, acompañada del Cabildo de la capital y gran número de militares y
ciudadanos distinguidos, fue el cónsul introducido a su presencia, en cuyo acto
el Presidente se dirigió a él en los siguientes términos:
«Chile, señor
Cónsul, por su Gobierno y sus Corporaciones, reconoce en Vuestra Señoría el
Cónsul general de los Estados Unidos de Norteamérica. Esta potencia se lleva
todas nuestras atenciones y nuestra adhesión. Puede Vuestra Señoría protestarla
seguramente de nuestros sinceros sentimientos. Su comercio será atendido, y no
saldrán de nosotros sin efecto las representaciones de Vuestra Señoría que se
dirijan a su prosperidad. Éste es el sentimiento universal de este pueblo, por
quien he hablado a Vuestra Señoría».
A lo que el Cónsul
contestó lo que sigue:
«El gobierno de
los Estados Unidos me encargó esta comisión cerca del excelentísimo gobierno de
Chile, para dar una prueba nada equívoca de su amistad y deseos de establecer
con este reino unas relaciones comerciales recíprocamente ventajosas.
»Los americanos
del Norte miran generalmente [62] con sumo interés los sucesos de estos países
y desean con ardor la prosperidad y felicidad de sus hermanos del Sur. Haré
presente al gobierno de los Estados Unidos los sentimientos amigables de
Vuestra Excelencia. Y me felicito de haber sido el primero que tuvo el encargo
honorífico de establecer relaciones entre dos naciones generosas, que deben
mirarse como amigas y aliadas naturales».
En el curso del
mes de febrero se recibieron varios informes acerca de la defección del pueblo
de la provincia de Concepción, que se negaba a admitir el nuevo orden de cosas,
mientras uno de sus caudillos, don Juan de la Roxa (Martínez de Rosas) no fuese
investido con la presidencia. Se les hizo propuestas de carácter conciliatorio,
como fueron, un asiento en la Junta para su caudillo, empleos, honores y
ventajas para sus hombres más conspicuos, etc. Pero habían adquirido ya
considerable influencia, con motivo de haberse plegado a su causa toda la
oficialidad del batallón de infantería de guarnición allí, y un considerable
destacamento de indios, con los cuales amenazaban marchar a Santiago y colocar
a su jefe, de cualquier modo, a la cabeza de los negocios públicos.
La Junta se
hallaba por entonces sumamente atareada; todas las tropas de línea estaban
armadas y vestidas de la mejor manera que se [63] pudo; se acopiaron pertrechos
de guerra y se hizo cuanto preparativo se creyó conveniente para entrar en
campaña.
El 4 de marzo el
Gobierno expidió el siguiente Manifiesto:
«Después que el
Gobierno, íntimamente convencido de los funestos resultados de la guerra civil,
ha empeñado la prudencia misma por cortar las infundadas diferencias que ha
querido sostener con una arrogancia insultante la provincia de Concepción;
cuando las comunicaciones oficiales de aquel Gobierno se cubren de un aspecto
de composición y que, transigidos los respectivos intereses, produzca la unión
todo su efecto, lo ha sorprendido el más arrojado papel del comandante y
oficiales del batallón de aquella plaza, con que se atreven a la primera
autoridad del reino, hasta desparramarlos sediciosamente en los partidos de
Santiago; no puede haberse dado sin anuencia de aquel Gobierno, ni autorizar
este tan temerario arrojo, sin decidir sus miras hostiles. Este convencimiento
nos ha arrancado la determinación de cubrir de un modo respetable la raya, a
cuyo solo efecto marchan las legiones de la patria. Es desgraciado el ensayo,
por ser con nuestros hermanos; pero es necesario para evitar una anarquía
desoladora. Entienda aquella provincia, que no es contra los principios
liberales [64] sostener a todo trance la unidad, que han quebrado de su parte
los genios desnaturalizados, que no podrán salvarla en el apuro, y conozca el
Reino entero, que sostenido de un Gobierno enérgico, no será en adelante el
juguete de los caprichos extravagantes, de las miras ambiciosas y del
disfrazado egoísmo.- José Miguel Carrera.- José Santiago Portales.- Agustín
Vial, secretario» (6).
A efecto de
facilitar la movilización de las tropas, se tomaron varias medidas, que sólo
podía justificar el estado en que se hallaban las cosas. Carretas, caballos,
bueyes y mulas fueron requisados a su entrada al mercado (cargados con
artículos de comercio) y conducidos a los diversos cuarteles para el uso del
ejército, sin que se diese siquiera recibo a los dueños. Se encargó de esta
faena a individuos que no tenían carácter público, habiendo cometido con
frecuencia las más graves extorsiones, pues, además de los animales, se
apropiaron de las frutas y legumbres que cargaban.
Estas medidas
afectaron especialmente a las clases más indigentes del pueblo; pero tal había
sido el rigor con que siempre se les había tratado, que llevaron las cosas con
buen ánimo, como algo que era corriente. [65]
Otra medida del
Gobierno, en mi opinión mucho más justificable, causó un general disgusto en el
ánimo del pueblo.
El convento de San
Miguel y el de Santo Domingo, que cada uno contaba con 25 ó 30 frailes, y sus
claustros eran lo bastante espaciosos para alojar mil hombres cada uno, fueron
tomados para uso del Gobierno, mientras se edificaban los cuarteles necesarios.
Ambas comunidades poseían, además, sendas hermosas heredades, a donde pudieran
retirarse para continuar en ellas sus prácticas devotas y su holgazanería, como
pudieran en la ciudad.
Este acto fue
estimado como el crimen más aborrecible, y los sacerdotes y realistas no
trepidaron en afirmar que algún castigo del cielo habría de sobrevenir sobre
los perpetradores de tan gran sacrilegio, y aun se admiraban de cómo no había
ocurrido ya algún terremoto que sepultara el Palacio y la Junta con todos sus
secuaces.
A eso de las
cuatro de la tarde del 9 de marzo, un cuerpo de 900 soldados de línea
(granaderos), 200 jinetes y 300 ó 400 milicianos salieron de la capital en
dirección a Concepción, bajo el mando del brigadier don Juan José de Carrera.
Se reunió para
presenciar la partida una muchedumbre inmensa, a la cual dirigió el [66]
General una proclama muy elocuente, para explicar la causa de la guerra, etc.
No me hallé lo bastante cerca para oírla entera, pero concluía, más o menos, en
los términos siguientes:
«Mientras yo
vuelvo a presentaros el laurel de la victoria, velad vosotros sobre la infame
multitud de maquiavelistas que os rodean. No consiga el efecto de sus planes
horrendos la maquinación catilinaria que queda dentro de vuestras mismas
paredes. Los riesgos crecen cuando es indispensable que el batallón de
Granaderos avance en la centinela de vuestra seguridad...
«Me voy, amados
compatriotas... Y si queréis un preciso buen resultado, no olvidéis en vuestras
preces las legiones de vuestra defensa... que habéis en (sic) encargado a
vuestro soldado.- Juan José de Carrera» (7).
El Gobierno está
actualmente empeñado en abolir leyes añejas y perjudiciales y en elaborar otras
nuevas. Ha abolido el sistema antiguo de la policía, que autorizaba a sus
funcionarios para apresar las gentes e incautarse de documentos conforme a su
propio criterio, sin ser responsable por cualesquiera yerros que cometiesen,
reemplazándolo por un nuevo reglamento, que consta de 17 artículos, [67] que
faculta al Inspector general para oír las quejas de sus subalternos, y exigir
el testimonio jurado de una o más personas respetables antes de que un
ciudadano pueda ser arrestado. Releva también a los extranjeros de muchos
trámites vejatorios, como, por ejemplo, la obligación de presentarse en ciertos
tiempos a los oficiales de policía y la de sacar pasaportes para trasladarse de
un pueblo a otro, para lo cual tenían que pagar derechos muy fuertes. Contiene
también una disposición relativa al barrido, aseo y riego de las calles en
ciertos días determinados, bajo multas muy severas, y los contraventores a
estas disposiciones, que son multados si se descuidan en el pago o se niegan a
enterar la multa, son condenados a servir en el ejército por tiempo de uno a
cinco años. Ésta es una disposición muy sabia y harto más beneficiosa al Estado
que permitir que los infractores se pudran en las cárceles, donde jamás podrán
ser de utilidad alguna para ellos ni la sociedad.
La condición de
los indios ha sido también materia de la preocupación del Gobierno, habiendo
quedado considerablemente mejorada.
Bajo la dominación
del Rey, los indios domesticados que vivían en las tierras de los blancos, se
hallaban en un absoluto estado de vasallaje. Es verdad que no podían ser
vendidos, pero se les impedía abandonar sus viviendas [68] sin el
consentimiento del propietario, y estaban obligados a servirle en cualquier
tiempo que para ello fuesen requeridos, recibiendo el salario que se le
antojaba pagarles.
Están actualmente
declarados por hombres libres, poseen los mismos derechos y se hallan
autorizados para ser propietarios de las tierras y poder disfrutar de todos los
derechos y prerrogativas de los ciudadanos.
Hay en esta ciudad
un batallón de milicias disciplinadas, formado por los descendientes de los
indios y blancos (mestizos), que gozan del privilegio de elegir a sus oficiales
de entre ellos mismos: su devoción al Gobierno es, en consecuencia, sumamente
sólida.
Comunicaciones del
cuartel militar anuncian que se hallan acampadas en la ciudad de Talca,
equidistante de esta de Santiago y de Concepción, y se cree que las diferencias
suscitadas podrán allanarse sin efusión de sangre.
Con todo, el
reclutamiento y el equipo continúan con la posible actividad, y José Miguel
Carrera, habiendo expirado su turno presidencial, se ha dirigido a Talca como
delegado de la Junta para arreglar amistosamente las cosas.
Se hacen
preparativos para la adopción de una constitución política, que será, muy
probablemente, [69] bastante semejante a la de los Estados Unidos, en vista de
que el Gobierno ha ordenado sea traducida, así como también la de cada Estado
en particular.
De usted, etc.
[70] [71]
Carta tercera
Término de los disturbios de Concepción.- Traducción de
algunos documentos referentes a ellos.- Actual estado de la provincia de
Valdivia, según comunicaciones oficiales.- Grandiosa celebración del
aniversario del establecimiento de la Junta, etc., etc.
Santiago, 3 de octubre de 1812.
Querido amigo:
Hacia los
comienzos del mes de mayo último estuvimos aquí en mucha ansiedad, con motivo
de algunas desavenencias ocurridas entre los militares y la Junta, y hasta
entre los miembros de ella misma.
Carrera era de
opinión de zanjar todas las diferencias con Concepción de la manera más
amigable, y los dos restantes miembros de la Junta de valerse de la espada en
vez de negociaciones. Éstos se negaron a enviar provisiones al ejército, a
menos que se iniciasen las operaciones, y anunciaron a Carrera que no tenían
confianza en las tropas; pero antes que [72] esto llegase a su noticia había
celebrado un armisticio, y ambos ejércitos se retiraron a sus cuarteles de
invierno.
Los realistas, que
son respetables por su número, se valieron de todo género de intrigas para
fomentar la discordia, y envenenaron el ánimo del pueblo, bienintencionado
aunque ignorante; y en su descontento, los patriotas, que se veían burlados en
sus aspiraciones, deseaban anular las medidas del Gobierno, de modo que sus
miembros se desprestigiasen en concepto del pueblo en expectativa de lograr sus
ambiciones personales.
Traduciré a usted
algunas de las comunicaciones oficiales sobre esta materia.
«Oficio del señor
don José Miguel Carrera, coronel de los Reales Exércitos, vocal de la Junta
Provisional de Gobierno y su Plenipotenciario en el cantón del Maule.
»Excelentísimo
Señor.- Por mis cartas del estado de nuestras negociaciones en la
reconciliación de nuestros pretendidos enemigos de Concepción, se cerciorará
Vuestra Excelencia que se acerca el momento de poner punto a la discordia y de
decidirnos. Si sucede con las intenciones de Vuestra Excelencia, que imito,
pondremos en la historia del mundo el día mayor de la felicidad chilena. La
aurora de nuestros bienes es más clara y de mejor presagio que los 18 de
septiembre y 1.º de abril. Los pueblos sólo son felices [73] cuando tienen
unión y uniformidad social. Nunca como ahora habíamos disentido los hermanos
hijos de Chile, y nunca habían salido las tropas del reino a una campaña
horrorosa, en que la victoria nos derrota y en que nuestra incolumidad y
defensa nos anega en nuestra misma sangre. Si nos armamos y la espada corta
nuestras diferencias, el mal queda en nuestra casa, en nuestra familia y en
nuestras personas, cual sea el resultado de la contienda: terrible condición de
la guerra intestina y disensiones domésticas. ¿Cuántos serían mis recelos y
cuidados por cumplir exactamente en mi comisión con la naturaleza, con la
humanidad, con la patria y con Vuestra Excelencia, a quienes venero y soy
responsable de los medios y del suceso? Por más que nuestros enemigos comunes
deseen ensangrentarnos y perpetuar la discordia, todo ha mejorado de aspecto y
promete un fin favorable.
»En el instante
que piso las riberas de Maule, escribo al otro lado con la expresión halagüeña
de mis ideas pacíficas; se me contesta, y conozco que el río, lexos de rayar la
inmediación de dos enemigos, sólo sirve de impedir que nos oigamos mutuamente
para acordarnos. En los primeros pasos de nuestra empresa se retiran las dos
tropas a sus cuarteles, haciendo salva a la unión, que esperamos fundadamente,
y queda el campo libre a la razón [74] para que discuta de la justicia de la
causa y haga sola la conclusión de nuestros movimientos. No pueden haber hechos
que convenzan más el deseo que tienen las provincias de deferirse sin armas; y
cuando por este principio debían los enemigos de la unión y partidarios de la tiranía
y de la muerte sofocar sus intenciones y cesar en sus invectivas, siguen
meditando y no paran de sembrar cizaña. Como era imposible conseguir una
desconfianza en el exército de este cantón, que sólo se movió y obra por las
órdenes de Vuestra Excelencia, se toman las tropas de la capital por blanco de
la intriga, y se intenta hacer creer que en la marcha más precisa han
protestado no pasar de la Angostura, mas que perezcan sus hermanos, y mas que
suceda la ruina del reino, siendo todo tan al contrario, que ellas se disponen
a penetrar la plaza más fuerte si allí existen los enemigos de la causa común y
del Gobierno. Acabo de ver sus votos en el papel que acompaño a Vuestra
Excelencia en copia, dexando en mí el original para prueba de mi reconocimiento
y para hacer constar en la distancia la certeza de un hecho, que ahí califican
los mismos suscribientes con su inmediación a Vuestra Excelencia (8). Es
conocido el fin de esta terrible invención y las [75] miras de su autor; hasta
aquí se difundió la noticia, y aunque no la creí, ni puede creerla Vuestra
Excelencia, estando todos bien persuadidos de la resolución y subordinación de
nuestros militares, envío los documentos efectivos de un desengaño, para que,
publicándose en la Gaceta con este oficio, si Vuestra Excelencia lo decide, los
brazos defensores de la patria tengan la satisfacción de haber puesto su
opinión a cubierto de presunciones, que por más injustas suelen influir en los
ánimos sin crítica. O se intentó hacer dudar a Vuestra Excelencia del buen
resultado de mi comisión, o desconfiar a mí de poderme sostener en un
procedimiento caracterizado y conforme al decoro que se merece la gran causa de
mi cargo. Vuestra Excelencia está sobre las trabas con que se engañan y
sorprehenden las almas pequeñas, y yo aseguro por mi honor y por mi espada, que
primero consentiré me falte la última gota de sangre, que retroceder un punto
del plan de mi obra, de la voluntad general y de las instrucciones de Vuestra
Excelencia. No habría admitido la comisión que me honra si no tuviese
resolución bastante y consistencia para preferirla a mi vida, aun en el caso
imposible de hallarme solo, sin auxilio y sin la menor esperanza de buen éxito.
Repose Vuestra Excelencia y haga descansar los pueblos de su atención en la [76]
justa confianza de la respetable fuerza que los sostiene. La bayoneta no se
cala sino por su seguridad y por su orden, y la vaina, que se rasgará a la
menor insinuación de necesidad, sola embota la espada, mientras la razón y la
justicia desmonten los cañones.
»Dios guarde a
Vuestra Excelencia muchos años.- Talca y mayo 11 de 1812.- Excelentísimo
Señor.- José Miguel de Carrera.- Manuel Xavier Rodríguez, secretario.
»A la
excelentísima Junta Gubernativa del Reino» (9).
Por hallarse el
Tesoro Nacional casi exhausto, dispuso el Gobierno levantar por suscripción un
empréstito en la capital y en las provincias para sufragar los gastos de la
guerra. Más de un millón de pesos se han recibido en las arcas públicas en
menos de una semana, de los habitantes de la capital solamente, y algunos se
han suscrito para vestir y pagar cierto número de soldados mientras sea
necesario mantener un ejército en armas. Hay, sobre todas, una donación que
merece recordarse. Don José Santos Fernández se presentó con trece de sus
sirvientes, bien armados, y se ofreció a servir con ellos sin estipendio alguno
por todo el tiempo que el Gobierno lo creyese conveniente, y pagar y vestir a
sus expensas este pequeño destacamento; además, ofrendó [77] doce carneros
gordos y 25 pesos en dinero. El Gobierno aceptó el ganado y el dinero, y
prometió hacer otro tanto con lo restante en una época próxima, si las
circunstancias lo aconsejaran como absolutamente necesario.
El 1.º de junio
las tropas regresaron de Talca. Su entrada a la ciudad constituyó un
espectáculo grandioso para el pueblo, que la celebró con locas manifestaciones
de alegría. Las tropas que había en la ciudad salieron a recibirlas como a una
milla afuera, formando calle para que pasasen, lo que verificaron entre salvas
de cañón. Se mostraban llenas de entusiasmo, aunque habían tenido que sufrir
bastante por la falta de tiendas de campaña y demás menesteres. Se encendieron
luminarias en la ciudad durante dos noches consecutivas, a la vez que hubo
música y fuegos artificiales en la plaza del mercado.
Daré a usted ahora
algunos detalles relativos a la revuelta que hubo en Valdivia.
«Consejo de guerra
del Batallón de Valdivia.- Reunidos en el Cuarto de Banderas de la guardia
general de prevención de esta plaza de Valdivia, a diez y seis de marzo de mil
ochocientos doce, el coronel graduado de infantería don Ventura Carvallo» y doce
oficiales del Cuerpo (10), formaron Consejo de guerra, [78] conforme a las
Reales Ordenanzas, en el que acordaron unánimemente, siendo presidido por el
referido señor coronel don Ventura Carvallo:
«Por cuanto el
primer objeto de este Consejo de guerra es extinguir y acabar la Junta que se
instaló en esta plaza en primero de noviembre último, en consideración a que no
hubo orden de la capital de Santiago para crearla; que la formación fue el
resultado de los gritos de treinta o cuarenta muchachos, advertidos por la
felonía y engaño para que la aclamaran, y también a los sujetos que la habían
de componer; que el reconocimiento en esta plaza se hizo llamando uno por uno a
los oficiales e individuos de respeto, diciéndoles que reconociesen la Junta
formada por todos los demás señores, a cuyo fin se valieron de ir llamando los
primeros a sus adictos, con cuyo motivo, cada uno que entraba creía que la
Junta era en unánime consentimiento de todos los presentes, del pueblo y
batallón, entre cuya tropa habían hecho creer que el ex gobernador don
Alexandro Eagar tenía ya embarcado para llevarse el fondo de masita, [79] en el
que a cada soldado le correspondían diez pesos, y a cuarenta soldados
artilleros, que inmediatamente les devolverían los descuentos de gran masa, lo
que en efecto ordenó dicha Junta; que ésta, sabiendo que la provincia de
Concepción, de cuya Junta era individuo, y en cuya ciudad existía el doctor don
Juan Martínez de Rozas, estaba en insurrección contra la capital de Santiago,
publicó aquí un bando dirigido a declarar por presidente del reino al
mencionado doctor, de lo que resultaba hallarse esta plaza unida a la de
Concepción y separada de la capital, por más que para apaciguar los clamores
del pueblo y oficialidad, dixeren que éste no era el objeto, el cual está
comprobado con no haber remitido en el correo de enero los documentos del
batallón y demás ramos de la plaza, ni haber dado parte alguno de la situación
de ésta por el último barco que salió de aquí para el puerto de Valparaíso, comprometiendo
de esta suerte el honor y existencia de esta ciudad; que la Junta de ella,
conociendo el descontento casi general de la oficialidad, que no podía sufrir
el dolor de ver que la citada Junta, tan sumamente incaracterizada, tuviese a
su adbitrio el mando de esta plaza de armas, hasta llegar a querer disponer de
ella, para lo que mantenía siempre dispersos a los oficiales, y armadas las
milicias, sin conocimiento, ni del [80] sargento mayor de la plaza, ni del
comandante de artillería; de forma que no les dejaba adbitrio, ni margen para
poder reunirse, ni obrar como en el presente caso; que no se sujetaba a las
órdenes y demás providencias de la capital, valiéndose de los casos de justicia
para aumentar adictos a sus ideas; que el capitán don Julián Pinuer presentó
una carta original, en que ofrecía a Concepción las bombas y morteros de este
puerto...; que ostentaban una autoridad tan desmedida, que oprimía los ánimos
de todos; que en la provisión de empleos y comisiones que ha dado dicha Junta,
no ha obrado en justicia; y que, por último, en consideración a los graves
cargos que en general se le hacen, este Consejo de guerra decreta por ahora y
hasta la superior determinación, lo siguiente:
»1.º Hase por
extinguida y acabada desde este momento la referida Junta creada en primero de
noviembre último.
»2.º Se declara
por Gobierno interino de esta plaza y su jurisdicción, con todo el lleno de sus
funciones, al citado señor coronel graduado don Ventura Carvallo, presidente
que era de la extinguida Junta.
»3.º Por cuanto es
probado ser el previstario (sic) don Pedro José Eloyzegui (a quien se escribió
la carta copiada) uno de los principales agentes para perturbar el buen orden y
[81] paz interior de esta plaza, y que ínter exista en ella, no podrá
conciliarse la tranquilidad pública, causando siempre pleitos y fulminando
disturbios entre los mismos vecinos y parientes, buscando comunicaciones aun
entre los labradores del campo para extender el tema de su seducción y oprimir
con este auxilio, a más silencio, a los vecinos del pueblo, a quienes
representaba armado y patrullando de noche, para hacerse terrible, y aunque
conseguía este efecto, siempre escandalizaba, destruyendo el respeto a sus
órdenes, en lo que conocen lo opuesto de estas operaciones a su carácter; salga
de esta plaza en el término de seis horas para la ciudad de Concepción [con] la
escolta correspondiente, hasta dejarlo fuera de la jurisdicción, noticiando
esta providencia al ilustrísimo señor Obispo, suplicándole se sirva sostenerla
y aprobarla.
»4.º Por cuanto,
habiendo la extinguida Junta removido de empleos honoríficos y rentados a
varias personas que los habían desempeñado con honor y provecho de los
intereses del país y nombrado otras en su reemplazo, sin otro mérito que el de
ser adictas a sus ideas, decretamos también que todas aquellas que han sido
separadas de sus cargos desde el primero de noviembre último, sean
inmediatamente repuestas en ellos.
»5.º Por cuanto es
conveniente imponer [82] por menor de todo lo ocurrido y practicado para la
extinción de la Junta al Excelentísimo señor Presidente del Reino, hágase una
relación individual y acompáñese a este documento.- Ventura Carvallo».- (Siguen
las demás firmas.)
«Manifiesto
individual de la forma con que el Consejo de guerra del batallón de Valdivia
extinguió la Junta que con título de Gubernativa fue creada en primero de
noviembre último.
»Teniendo la
referida Junta dispersa la oficialidad y la tropa, armadas las milicias de su
adhesión, y aun algunos de los oficiales, cadetes, sargentos y soldados del
batallón por sus aliados, que cada uno de ellos era un Argos que observaba el
menor movimiento de los opuestos a dicha Junta, tenían tomada la acción a los
oficiales y demás vecinos, de forma que no podían combinar sus disposiciones
para verificar la extinción que tanto se deseaba, hasta que el capitán don
Julián Pinuer, valido de la convalecencia de una enfermedad, pudo existir en la
plaza, y unido con el sargento mayor interino, ayudante mayor don Lucas de
Molina, se resolvieron a echarse sobre las guardias, cuarteles, parque de
artillería y pólvora; combinándose con el ministro interino de Real Hacienda de
esta plaza don Juan Gallardo Navarro, y los subtenientes [83] don Antonio
Adriasola y don Juan de Dios González; y estando todo dispuesto, el referido
don Julián Pinuer y don Lucas de Molina, que fueron los autores, trataron con
el comandante de artillería, capitán don José Berganza, comandante del puerto,
donde existe, que la seña de dos o tres cañonazos al aclarar el día, sería
aviso de haber dado el asalto esa noche, ofreciendo el referido capitán de
Artillería que, en el momento que oyese los tiros, se pondría en marcha a la
plaza.
»Unidos, pues, y
armados los cinco oficiales referidos, y estando de comandante de la guardia el
citado subteniente González, que les ayudó y franqueó, se hicieron dueños de la
plaza y sus principales puntos a las dos de la mañana de la noche del 16 del
corriente, en cuya hora dieron aviso a los demás oficiales que abajo firman
que, sin perder un instante, ocurrieron al cuarto de banderas, en donde ya
tenían tomado el mando el referido capitán Pinuer y sargento mayor interino don
Lucas de Molina; y formando el Consejo de guerra, que presidió el capitán don
José Ulloa, como más antiguo, determinaron que en el momento se les pusiese
guardia a los vocales de la Junta para privarles de salir de su casa, siendo la
más doble al presbitario (sic) don Pedro José Eleyzegui, como cabeza de sus
partidarios, quien, dentro de seis horas, marchó [84] para Concepción. Del
mismo modo se le impuso arresto en su casa al capitán de la segunda compañía,
don Gregorio Enríquez, que, como principal autor y agente de la instalación de
dicha Junta, se desvelaba en proteger su existencia, declarándose enemigo de
los oficiales opuestos a su desleal idea. Bajo el mismo orden, se tuvo a
conveniente impedir desde aquella hora que el alcalde ordinario don José
Lopetegui y el alguacil mayor don Santiago Vera, como adictos y protectores de
dicha Junta e íntimos del citado presbítero Eleyzegui, no pudiesen salir de sus
casas hasta segunda orden. Asimismo se privó que pudiera salir de su casa hasta
otra providencia el presbítero don Laureano Díaz, como eficaz partidario de los
juntistas; procediéndose a todo lo anexo a la mayor seguridad.
»Llegada que fue
la luz del día, se formó la tropa en la plaza y se mandó tocar generala, e
inmediatamente se hizo la seña convenida de los cañonazos, sacándose las Reales
Banderas, todo con arreglo a las Reales Ordenanzas; en cuya respetable posición
no se atrevieron los partidarios de la Junta a respirar. A poco rato, concurrió
mucha parte del pueblo, y a su presencia se ratificó el batallón en el
juramento a las Reales Banderas, a que acompañó el pueblo, lleno de alegría, a
gritar: ¡Viva el rey Fernando Séptimo; Viva la Suprema [85] Regencia Española;
Viva el excelentísimo señor presidente de la Capital, don José Miguel Carrera,
y mueran los desleales! En el mismo acto se publicó al batallón y al pueblo la
extinción de la Junta; declarando por gobernador interino de esta plaza y su
jurisdicción al señor coronel graduado de infantería don Ventura Carvallo, a
quien, por su mayor graduación y antigüedad, le corresponde, según lo mandado
por Su Majestad y última orden de la Capital.
»A las ocho de la
mañana compareció al cuarto de banderas el referido coronel, a quien se le
había dado noticia de todo a las cuatro de la mañana, y volviendo a juntarse el
Consejo de guerra, que ya presidió él mismo, se reiteró todo lo referido,
decretándose sobre los demás artículos anexos al proceder de la extinguida
Junta.
»Los oficiales
tuvieron a bien mantenerse en el cuarto de banderas, hasta ver cumplido todo lo
mandado.
»Inmediatamente se
dio providencia a recoger las armas dadas por la Junta a las milicias. En esta
hora se presentó don José Berganza, que emprendió su viaje en la misma que oyó
los tiros de cañón, acompañado del capitán de infantería don Dionisio Martínez
y el subteniente don Manuel Lorca, y reforzando nuestra tropa se unieron al
Consejo de guerra, el que [86] ha tenido motivos para no disolverse hasta hoy
20, y según varias novedades, aunque leves, no se disolverá hasta no dejar al
pueblo en su debida tranquilidad, a cuyo efecto se publicó el correspondiente bando».-
(Firmado por Ventura Carvallo y otros doce oficiales) (11).
Del Consejo de
guerra del batallón Valdivia a don José Miguel Carrera, presidente de Chile:
«Excelentísimo
Señor.- Por el acta del Consejo de guerra y relación que acompañamos, se
impondrá Vuestra Excelencia de lo sucedido en esta plaza y de los motivos que
nos estimularon. Ha sido un hecho que hemos creído absolutamente necesario para
vindicar nuestro honor. Resta, pues, Excelentísimo Señor, se sirva Vuestra
Excelencia aprobarlo, seguro de que en esta confianza hemos obrado.
»Luego que la
provincia de Concepción tuvo la osadía de armarse contra esa capital, recelamos
no nos llegarían las órdenes de Vuestra Excelencia, o por lo menos aquellas que
pudieran imponernos de su voluntad. Que el gobierno de Concepción querría hacer
creer que esta plaza era de su desleal partido; y aunque en esta Tesorería no
alcanzan a siete mil pesos los que tenemos, nos hemos resuelto a entregarnos a
los mayores trabajos y escaseces, antes de ser [87] de otros que de nuestra
capital de Santiago, donde tenemos la fortuna mande Vuestra Excelencia.
»Esté, pues,
Vuestra Excelencia persuadido que esta plaza y todos los que componemos este
Consejo de guerra esperamos con ansias sus órdenes. Sería esto excusado, si no
tuviéramos fundados motivos para inferir que el gobierno de Concepción ha de
interpretar a otros principios nuestro hecho.
»Baste lo dicho
para que Vuestra Excelencia conozca nuestro objeto. Nos conceptuamos aislados y
con la comunicación cortada con el resto de nuestro ejército que está a las
ordenes de Vuestra Excelencia. En esta situación esperamos que Vuestra
Excelencia dará las órdenes convenientes a fin de que a toda costa se nos
remita el situado, porque, de lo contrario, sin duda pereceremos. Pereceremos,
Excelentísimo Señor, pero será por no separarnos de nuestra capital, ni de
Vuestra Excelencia, lo que hemos hecho punto de honor; por lo mismo, nada,
tenemos que decir a Vuestra Excelencia, pues lo esperamos todo de sus conocimientos
militares...
»Dios guarde a
Vuestra Excelencia muchos años».- (Firmado por Ventura Carvallo y otros doce
oficiales).- Valdivia, 22 de marzo de 1812 (12).
Copia de carta
escrita por don José Miguel Carrera a los oficiales del batallón y pueblo [88]
de Valdivia, en respuesta a la precedente: «El comunicado oficial en que se
contienen vuestras luchas y convulsiones políticas se ha recibido en este
campamento. A la resolución y bravura de los oficiales y de algunos ciudadanos,
con tanta energía manifestadas en la noche del 16 de marzo último, se debe la
caída de la tiranía y el restablecimiento de la tranquilidad pública, unión y
paz.- Hállome ahora aquí en esta plaza con un cuerpo del ejército, con plenos
poderes del Gobierno para solucionar las dificultades con Concepción. No estaré
un solo momento inactivo hasta que la tranquilidad y paz públicas y la
seguridad de todo el reino de Chile no sean restablecidas por completo; hasta
que oigamos de todos los rincones del reino la voz de la razón, y veamos el
poderoso brazo de la justicia levantado contra la insurrección y las tramas e
intrigas de aquellos que, para destruir, quisieran envolvernos en millares de
desastres, que sucediéndose, forzosamente, unos a otros con rapidez, nos
habrían de dejar sin un instante de tranquilidad, hasta que sea derramada la
última gota de nuestra sangre como sacrificio en el altar de su iniquidad.
»La Junta que
gobierna el reino (a la que he transmitido vuestras comunicaciones) tomará
especialmente bajo su protección a la [89] ciudad de Valdivia y a sus
meritorios defensores, y hasta donde sus recursos lo permitan, pueden ustedes
estar ciertos de recibir toda clase de auxilios; en todo caso, no sufriréis.
»Es asunto de gran
importancia el que ustedes no hayan tenido noticia del cambio que se ha
verificado en nuestro sistema de gobierno, y que se espera ha de resultar
conforme a vuestras ideas de justicia y a vuestros propios derechos.
»El antiguo
Gobierno del reino ha sido modificado, y al Presidente ha reemplazado una Junta
provisional, compuesta de tres miembros, hasta que el pueblo, unido en un
Congreso general y representado por individuos libremente elegidos por él
mismo, dicte una constitución o resuelva otra cosa. El antiguo Congreso ha sido
disuelto a causa de que sus miembros no representaban ni la mitad de las
diferentes provincias del reino, habiendo sido elegidos en su mayor parte por
la capital, y a causa de que en épocas de peligro se habría necesitado de más
actividad y energía de las de que estaban dotados para llevar a buen término
los negocios de la nación.
»La actual Junta,
que es la suprema autoridad de la nación, está compuesta por don José Santiago
Portales, presidente, don Pedro Prado y yo, como miembros, que han de asumir,
[90] por turnos de cuatro meses, la presidencia. Tal es el sistema que se ha
establecido, el cual no dudamos ha de ser abrazado por nuestros meritorios
hermanos de Valdivia. Nos hallamos convencidos de vuestra firme adhesión a la
capital y de vuestra decisión por la buena causa. Vuestra firme y constante
oposición a las insinuaciones y amenazas de Concepción en sus intentos de ligar
vuestra suerte a su causa perdida, son rasgos de vuestro carácter que no deben
olvidarse jamás.
»Habría sido
ridículo de vuestra parte que hubiesen consentido en reconocer ciegamente las
infundadas pretensiones de don Juan Rosas a la presidencia, cargo que, mientras
nuestros conciudadanos se hallan en posesión de los derechos y privilegios de
que al presente disfrutan, nadie puede aspirar a obtenerlo sin poseer la
confianza del pueblo manifestada sin tumulto y en forma legal. Un millón de
hombres libres lo han jurado así, que preferirán que las fértiles llanuras de
su país se vean cubiertas de sus huesos y sus moradas lleguen a ser guaridas de
los animales feroces antes que volver a ser de nuevo los esclavos de un poder
despótico. Sus sepulcros serán hollados por los satélites del despotismo, pero
sus almas habrán escapado de sus garras.
»Estoy seguro de
que la Junta aprobará vuestra conducta, y si ustedes se mantienen [91] firmes
en su adhesión a su sistema, podéis esperar gozar de todos los beneficios que
puedan resultar de reunir en un haz porciones de hermanos dispersos.
»Réstame sólo
encargaros que vigiléis a los que no se manifiestan partidarios de la causa de
la libertad, y de aseguraros del vivo interés que siento por el bienestar de
los autores de la reforma del 16 de marzo.- Guarde Dios a Vuestra Excelencia
muchos años.- José Miguel Carrera. Talca, 5 de mayo de 1812».
Contestación del
Gobierno a los mismos pliegos de Valdivia:
«En medio de
nuestras mejores esperanzas por la felicidad de la patria, y cuando al leer los
papeles oficiales de la revolución última de esa plaza creíamos que se disponía
el momento de la unión de todos los chilenos para establecer el sistema de la justicia,
de la razón y de los buenos americanos, no hemos podido menos que resentirnos y
cubrirnos del mayor dolor y vergüenza al llegar a la proclamación de la
Regencia de España y de un presidente en el Reino. Otra es la opinión de la
patria, otro su orden, otro su gobierno y otras sus intenciones. Una
oficialidad tan resuelta y decidida, que en una sola noche supo echar por
tierra la tiranía de su régimen interior, a pesar de riesgos, de oposiciones y
de peligros, no entablará su opinión, ni concluirá la obra, [92] si entrega en
otras manos el poder del despotismo. No se derriba la tiranía si un tirano
sucede a otro en el cetro de fierro, y acaso en la elección se empeoran las
manos agentes de la crueldad y de la dureza.
»En Chile no hay
presidente, ni el reino se somete a la Regencia de España. Su institución, su
orden y su poder están revestidos de las nulidades y vicios que proclama
Valdivia contra su Junta, y ¿por qué la destrozó y acabó? Si los principios de
su instalación en 1.º de noviembre son justamente reclamados por ese noble
vecindario y su brava tropa, en virtud de no haberse obrado por unánime
voluntad de todos, y si la irregularidad de sus procedimientos justifica la
violenta medida del 16 de marzo, la Regencia se estableció también sin tener
parte el reino ni pueblo alguno de América; y sus hechos e intenciones no
exceden la esfera de proveer nuestros empleos de hombres desconocidos y sin
mérito, y de perpetuar nuestra infancia y nuestros grillos. ¿Cuál ha sido la
ventaja que hemos adquirido en nuestro estado desde la prisión de Fernando y
desde la revolución de España, mientras los pueblos europeos se han conducido a
su arbitrio y concentrado en sí mismos el poder de su dominación? No hemos
tenido bien que no nos hayamos formado nosotros mismos, a costa de mil riesgos
y oposiciones; y aún se [93] alarman contra nosotros los caducos mandatarios
del despotismo porque hemos despertado y porque nos aplicamos a nuestra
felicidad. En estas circunstancias, ¿no sería un traidor y un delincuente contra
la patria, contra la libertad y contra los sagrados derechos del hombre
proclamados uniformemente en Chile, el que intente alterarlos, destruirlos y
enredarnos de nuevo en la esclavitud anterior, en la ceguedad y en la inacción?
¿Y en sólo ser otra la voluntad de todos, no consistía un convencimiento
bastante para que cada uno mude de idea y se una a la opinión general, si
quieren permanecer porción de nuestra gran familia?
»El reino, y en su
nombre la Junta de gobierno, jamás ha olvidado ni dista de sus deberes y
obligaciones hacia Valdivia, como uno de los países que componen su Estado y
como el suelo que contiene cuatro mil hombres, cuatro mil chilenos y cuatro mil
hermanos, hijos de una misma familia. Está pronta a extenderle los brazos de su
protección, estrecharla en su intimidad y seguirla prestando toda clase de
auxilios, en cuanto alcancen sus medios; está pronta, y está pronta sin acusar
un delito por las protestaciones oficiales que se han alzado al primer Tribunal
a favor de la Regencia de España y a favor de un presidente, con tal que en
adelante se modere la [94] opinión y quede enmendada por los principios del
Manifiesto de 4 de diciembre, que repetimos en esta fecha.
»Bien conocemos el
espacioso campo y razones que proporciona a ese vecindario la mejor evasión de
cualquiera cargo con la interceptación que se anuncia de nuestra
correspondencia desde que disconvenimos con Concepción; interceptación que dice
ha impedido le lleguen nuestros pliegos y los principios del sistema de la
patria, que comprehenderá y ratificará hoy que puede beberlos a toda luz
resacados de la fuente de la razón. Incluimos aquel Manifiesto, y esperamos en
la unión su efecto de justicia. Por él y en su forma se ha establecido la
autoridad que reconoce el reino, de cuya felicidad y bienes deseamos sea
partícipe ese pueblo.
»Baxo estas
advertencias, que contiene más expresivas y con mayor dilación el Manifiesto
acompañado, que hará usted notorio a todo el pueblo y oficialidad, para que nos
contesten su reconocimiento, el Gobierno aprueba la interinidad de usted en el
de esa provincia, y no puede menos que confesar su adhesión, su agrado y la
emoción de su voluntad hacia la resolución, carácter y decisión con que se
rompieron las cadenas de la opresión en la noche de 16 de marzo por los dignos
oficiales y gente que les acompañó, de que quedamos [95] advertidos por sus
cartas y cuyo mérito no olvidaremos. En todo lo demás reproducimos el oficio
del señor vocal don José Miguel de Carrera, fecha 5 de este mes, cuya copia
tenemos a la vista.
»Dios guarde a
usted muchos años.- Santiago, mayo 25 de 1812.- José Santiago Portales.- Pedro
José Prado Xaraquemada.- José Miguel de Cabrera.- Manuel Xavier Rodríguez,
secretario» (13).
El Cuatro de julio
se celebró aquí de manera muy digna. Algún tiempo antes había decretado el
Gobierno que el distintivo de los patriotas sería una escarapela tricolor, y
éste fue el día señalado para comenzar a usarla.
A la salida del
sol, las estrellas y listas de la bandera de nuestra nación fueron izadas en
muchos sitios públicos (cosa que se hacía por primera vez en esta ciudad)
entrelazadas con la bandera tricolor de Chile. En la tarde, nuestros
compatriotas, en compañía de algunos caballeros chilenos de distinción, celebramos
una fiesta en la cual la libertad e independencia de ambas naciones fueron
mutuamente recordadas en alegres brindis. En la noche, se dio un magnífico
baile por nuestro cónsul general, al cual asistieron la Junta y cerca de
trescientas personas de ambos sexos [96] de la mejor sociedad. Empero, debo
prescindir de continuar con este agradable tema, para llevar a usted de nuevo a
los intrincados sucesos de una guerra civil, a fin de que tenga una idea cabal
del modo en que se resolvieron al fin las diferencias suscitadas con Concepción
(14).
En una
comunicación oficial de los militares y pueblo de Concepción a la Junta, datada
el 9 de julio de 1812, se afirma:
«Que habían estado
disgustados desde tiempo atrás con los procedimientos de la Junta que presidía
don Juan Rosas, y en espera de la primera oportunidad para verificar un
pronunciamiento que les permitiera formar una alianza con la capital.
»Que en la noche
del día 8, estando todas las cosas arregladas a ese intento, y los oficiales y
soldados jurados de obedecer a sus jefes, los dragones, la artillería e
infantería se dirigieron a la plaza, donde se había reunido gran número de
ciudadanos respetables, habiéndose declarado allí que la Junta, de que era
presidente el brigadier general don Juan [97] Rosas, quedaba disuelta y los
individuos que la componían arrestados en nombre de la Nación.
»Que se formó en
el acto un nuevo Gobierno, hasta que se pudiera saber la voluntad de la suprema
Junta; que deseaban, de la manera más sincera, hallarse nuevamente unidos a la
capital, en espera de que sus hermanos de las demás provincias del reino los
recibirían de nuevo como miembros de la gran familia nacional.
»Que reconocían el
derecho de la Junta de la capital para gobernar el país entero muy gustosos
obedecerían las órdenes que recibieran, en cuyo cumplimiento estaban dispuestos
a sacrificar su fortuna y su vida».
Terminaba este
documento con recomendar a la indulgencia del Gobierno a don Juan Rosas y a sus
principales secuaces, en espera de que no sufriesen castigo alguno, lo que
sería de gran efecto para restablecer la buena armonía y confraternidad entre
los habitantes de aquella ciudad.
La respuesta de la
Junta a la nota precedente fue de naturaleza por extremo conciliatoria; se aprobó
todo lo obrado, y a Rosas se ordenó que se trasladase a la capital bajo su
palabra de honor, acompañado de una escolta conforme a su rango. A los demás
miembros [98] de la Junta debía enviárseles a cargo de una guardia.
Chile se halla
ahora, por todo lo que se deja ver, en estado de profunda paz, pero su
verdadera situación no es tal.
Existen más
partidos y disensiones internas de las que buenamente podría enumerar. En
primer lugar, el país se encuentra dividido en dos grandes partidos: el que se
intitula de los patriotas y el de los realistas. El primero de éstos es, sin
duda alguna, el más numeroso, pero se halla subdividido en muchas
parcialidades. Entre los partidarios de los Carreras y los de la familia
Larraín existe un antagonismo tan arraigado como entre cualquiera de ellos y
los realistas, y sería difícil de resolver cuáles son los más fuertes. A su
turno, Concepción tiene su facción, como existe también una en Coquimbo. Ahora
bien, los realistas sólo tienen un solo punto de mira: la restauración del
antiguo régimen: la autoridad del Rey.
He dado cuenta a
usted antes de la manera en que la familia de los Carreras se levantó a la
altura en que hoy se halla. Aunque la conducta de don José Miguel, el jefe de
la familia, ha sido generalmente aprobada, la manera en que obtuvo su cargo es
condenada por muchos buenos patriotas.
Completamente al
tanto de las disposiciones [99] de todos y cada uno hacia él, ha puesto en
práctica cuanto ha estado a su alcance para aumentar el número de sus
partidarios, y la más consumada prudencia ha marcado todas sus acciones. Aunque
su pasión capital es la ambición, todavía, no puede menos de admirar sus
talentos de hombre de estado y de militar, hallándome persuadido de que es el
único ciudadano de este país que en las actuales circunstancias está llamado
con justos títulos a gobernarlo.
Los beneficios que
han resultado de la implantación del nuevo régimen son ya manifiestos en Chile.
Un comercio libre ha llenado el país de las manufacturas europeas, y aquellos
artículos que de antes se hallaban monopolizados por unos pocos comerciantes,
son ya materia de una abierta competencia entre todos. El resultado es que
aquellos objetos necesarios o de lujo que en otro tiempo sólo estaban al
alcance de unos pocos, son hoy accesibles para todo el mundo.
La revolución, que
en un principio fue considerada por muchos como un ensayo peligroso, recibe
ahora su más calurosa aprobación, y si no fuera por las disensiones internas de
familia, los patriotas podrían considerar hoy la independencia como un hecho
inamovible y desafiar las maquinaciones de los realistas. [100]
El primero de
julio último fue descubierta en Buenos Aires una conspiración de las más
tenebrosas. Los españoles europeos residentes allí estuvieron durante cinco
meses formando y madurando un proyecto de operaciones militares en unión con
los realistas de Montevideo, cuyo ejército llegó a vista de la ciudad. Lo
siguiente fue lo que al fin se acordó. El ejército sitiador debía hacer un amago
en cierto punto, en orden a llamar hacia él la atención de las tropas, mientras
500 hombres debían ser introducidos en la ciudad por otro sitio y apoderarse
del fuerte, cuyo jefe había sido sobornado. Tan luego como se hallasen dueños
de la ciudad, se proclamaría por virrey a Alzaga; se castigaría con la última
pena a todo europeo que no se presentase armado y a cualquier americano que se
hallase por las calles. Las cartas aseguran que su plan era exterminar a todos
los americanos mayores de siete años de edad, y que así lo confesaron los
culpables antes de ser ejecutados. Se añade que se debió a una mujer el
descubrimiento del complot y la consiguiente salvación del país. Cuatro
individuos fueron en el acto ejecutados, tres de ellos comerciantes acaudalados.
Alzaga fue descubierto el día 5 escondido en la casa de un clérigo y llevado a
la cárcel entre un numeroso concurso del pueblo, que iba entonando canciones
patrióticas. En el [101] lapso de quince horas fue juzgado, condenado y
fusilado y su cuerpo expuesto en la horca. Se ha desterrado a treinta y se
preparan calabozos para encerrar a muchos más. Es cosa digna de notarse que ni
uno solo de los nacidos en el país se hallase complicado en este diabólico
complot.
El día 30 último
se celebró en esta capital el aniversario de la instalación de la Junta, que
debió haberse verificado el 18, pero que hubo de postergarse por no hallarse
aún terminados los convenientes preparativos. Este acontecimiento se celebró en
espléndida forma y el magnífico convite dado por el Gobierno excedió a todo lo
que antes se había visto en Chile en este orden.
Al salir el sol se
izó la bandera nacional en todos los sitios públicos y se hizo una salva; antes
de mediodía tuvo lugar una revista de las tropas; la tarde se dedicó (como de
costumbre) a descansar, y la noche al regocijo y alegría.
Se eligió la Casa
de Moneda como sitio de la fiesta; en cada extremo de la calle se erigió un
arco triunfal, de sesenta pies de alto, en que se velan muchas alegorías, muy
bien pintadas, alusivas a los sucesos de la revolución de América, e
inscripciones en verso encaminadas a levantar el ánimo del pueblo e inspirarle
los sentimientos de su propia dignidad [102] y derechos. Al frente del edificio
se levantaba el templo de la libertad, con una fama que glorificaba a Chile y
una leyenda que presentaba la revolución de los Estados Unidos como ejemplo
digno de ser imitado por este país.
El edificio, que
tiene 450 pies por lado, y es de cuatro pisos, estaba alumbrado con medio
millón de luces, y como su altura contrasta con la de los demás edificios, que
son de un solo piso, presentaba un espectáculo magnífico.
El salón de baile
se vio favorecido por la presencia de cerca de doscientas señoras, la mayor
parte literalmente cargadas con oro y perlas. Comenzó la fiesta con minuets y
se bailó hasta cerca de las diez. En seguida una banda de músicos tocó algunos
trozos nuevos patrióticos, y cinco o seis canciones, escritas para la fiesta,
que se cantaron de manera espléndida por toda la concurrencia en un gran coro.
Se sirvió después un refresco y se dio principio a los bailes nacionales, que
duraron hasta las tres de la mañana, a cuya hora se sirvió una cena suntuosa.
Después de esto, siguió el baile hasta las siete de la mañana. Todo se llevó a
cabo con la mayor regularidad, sin que ocurriera accidente alguno. Jamás he
presenciado un espectáculo que produjera tan universal alegría; todo el mundo
[103] parecía lleno de animación, y puedo asegurar que no vi un solo rostro en
que no se dibujase una sonrisa durante todo el curso de la noche.
De usted, etc.
[104] [105]
Carta cuarta
La nueva Constitución de Chile.- Amenazas del virrey del
Perú, etc.
Santiago, 30 de diciembre de 1812.
Querido amigo:
Creo haber tenido
el placer de informar a usted antes de ahora que Chile se había declarado
independiente, aunque no ha habido tal. Se ha dictado una Constitución
provisoria (sic), que encierra todos los principios liberales, pero en la que
se reconoce la soberanía del Rey. Se dice que esta medida es necesaria por el
momento, hasta que puedan conseguir de fuera las armas de que carecen, y que en
seguida se declararán exentos de toda sujeción a la corona de España. Como
considero que ese documento reviste importancia, voy a traducirlo para que
usted lo conozca.
Artículo 1.º La
religión católica apostólica es y será siempre la de Chile. [106]
2. El pueblo hará
su Constitución por medio de sus representantes.
3. Su rey es
Fernando VII, que aceptará nuestra Constitución en el modo mismo que la de la
Península. A su nombre gobernará la Junta Superior Gubernativa establecida en
la capital, estando a su cargo el régimen interior y las relaciones exteriores.
Tendrá, en cuerpo, el tratamiento de Excelencia, y sus miembros el de los demás
ciudadanos. Serán tres, que sólo durarán tres años, removiéndose uno al fin de
cada año, empezando por el menos antiguo. La presidencia turnará por
cuatrimestres, en orden inverso. No podrán ser reelegidos hasta los tres años.
Todos serán responsables de sus providencias.
4. Reconociendo el
pueblo de Chile el patriotismo y virtudes de los actuales gobernantes, reconoce
y sanciona su elección; mas, en el caso de muerte o renuncia, se procederá a la
elección por medio de una suscripción en la capital, la que se remitirá a las
provincias y partidos para que la firmen y sancionen. Las ausencias y
enfermedades de los vocales se suplirán por el presidente, y decano del Senado.
5. Ningún decreto,
providencia u orden que emane de cualquiera autoridad o Tribunales de fuera del
territorio de Chile tendrá efecto alguno; y los que intentaren darles [107]
valor serán castigados como reos de Estado.
6. Si los
gobernantes (lo que es de esperar) diesen un paso contra la voluntad general
declarada en Constitución, volverá al instante el poder a las manos del pueblo,
que condenará tal acto como un crimen de lesa patria, y dichos gobernantes
serán responsables de todo acto que directa o indirectamente exponga al pueblo.
7. Habrá un Senado compuesto de siete
individuos, de los cuales el uno será presidente, turnándose por cuatrimestres,
y otro secretario. Se renovará cada tres años, en la misma forma que los
vocales de la Junta. Sin su dictamen no podrá el Gobierno resolver en los
grandes negocios que interesen la seguridad de la patria; y siempre que lo
intente, ningún ciudadano armado, o de cualquiera clase, deberán auxiliarlo, ni
obedecerle; y el que contraviniere, será tratado como reo de Estado. Serán
reelegibles.
8. Por negocios graves se entiende: imponer
contribuciones; declarar la guerra; hacer la paz; acuñar moneda; establecer
alianzas y tratados de comercio; nombrar enviados; trasladar tropas,
levantarlas de nuevo; decidir las desavenencias de las provincias entre sí, o
con las que están fuera del territorio; proveer los empleos de gobernadores y
[108] jefes de todas clases; dar patentes de corso, emprender obras; crear
nuevas autoridades; entablar relaciones exteriores; y alterar este reglamento;
y las facultades que no le están expresamente declaradas en esta Constitución
quedan reservadas al pueblo soberano.
9. El Senado se
juntará por lo menos dos veces en la semana, o diariamente, si las
circunstancias lo exigieren. Estará exento de la autoridad del Gobierno en el
ejercicio de sus funciones.
10. A la erección
(sic) del Senado se procederá en el día por suscripción, como para la elección
de los vocales del Gobierno. El senado será representativo, correspondiendo dos
a cada una de las provincias de Concepción y Coquimbo, y tres a la de Santiago.
Por ahora, los electos son suplentes.
11. El Senado
residenciará a los vocales de la Junta, y los juzgará en unión del Tribunal de
Apelaciones. Cualquiera del pueblo podrá acusarlo por traición, cohecho y otros
altos crímenes, de los que, siendo convencidos, los removerá el mismo Senado y
los entregará a la justicia ordinaria para que los castigue según las leyes.
Promoverá la reunión del Congreso. Tres senadores reunidos formarán el Senado.
Llevará diarios de los negocios que se traten y de sus resoluciones, en [109]
inteligencia que han de ser responsables de su conducta.
12. Los Cabildos
serán electivos, y sus individuos se nombrarán anualmente por suscrición.
13. Todas las
Corporaciones, jefes, magistrados, Cuerpos militares, eclesiásticos y
seculares, empleados y vecinos harán con la posible brevedad ante el
excelentísimo Gobierno juramento solemne de observar este Reglamento
Constitucional, hasta la formación de otro nuevo en el Congreso Nacional de
Chile, de obedecer al Gobierno y autoridades constituidas, y concurrir
eficazmente a la seguridad y defensa del pueblo, baxo la pena de extrañamiento:
y en el caso de contravención después de prestado el juramento, se impondrán a
los transgresores las penas de reos de alta traición. Los vocales del Gobierno
prestarán igual juramento, en la parte que les toca, en manos del Senado. En
las capitales de las provincias y partidos se prestará el juramento ante los
jueces territoriales, verificándolo éstos primero en los Cabildos.
14. Para el
despacho de los negocios habrá dos secretarios, el uno para los negocios del
reino, y el otro para las correspondencias de fuera.
15. El Gobierno
podrá arrestar por crímenes contra el Estado; pero el reo podrá [110] hacer su
curso al Senado, si dentro de tres días no se le hiciere saber la causa de su
prisión, para que éste vea si la hay suficiente para continuarla.
16. Se respetará
el derecho que los ciudadanos tienen a la seguridad de sus personas, casas,
efectos y papeles; y no se darán órdenes sin causas probables, sostenidas por
un juramento judicial, y sin designar con claridad los lugares o cosas que se
han de examinar o aprehender.
17. La facultad
judicial residirá en los tribunales y jueces ordinarios. Velará el Gobierno
sobre el cumplimiento de las leyes y de los deberes de los magistrados, sin
perturbar sus funciones. Queda inhibido de todo lo contencioso.
18. Ninguno será
penado sin proceso y sentencia conforme a la ley.
19. Nadie será
arrestado sin indicios vehementes de delito o a lo menos sin una semiplena
prueba. La causa se hará constar antes de tres días perentorios: dentro de
ellos se hará saber al interesado.
20. No podrá estar
alguno incomunicado después de su confesión, y se tomará precisamente dentro de
diez días.
21. Los prisiones
serán lugares cómodos, y seguros para la detención de personas contra quienes
existan fundados motivos [111] de recelo, y mientras duren éstos; y de ningún
modo servirán para mortificar delincuentes.
22. La infamia
afecta a las penas, no será trascendental a los inocentes.
23. La imprenta
gozará de una libertad legal; y para que ésta no degenere en licencia nociva a
la religión, costumbres y honor de los ciudadanos y del país, se prescribirán
reglas por el Gobierno y Senado.
24. Todo habitante
libre de Chile es igual de derecho; sólo el mérito y virtud constituyen
acreedor a la honra de funcionario de la patria. El español es nuestro hermano.
El extranjero deja de serlo, si es útil; y todo desgraciado que busque asilo en
nuestro suelo, será objeto de nuestra hospitalidad y socorros, siendo honrado.
A nadie se impedirá venir al país, ni retirarse cuando guste con sus
propiedades.
25. Cada seis
meses se imprimirá una razón de las entradas y gastos públicos, y previa anuencia
del Senado.
26. Sólo se
suspenderán todas estas reglas invariables en el caso de importar a la salud de
la patria amenazada; pero jamás la responsabilidad del que las altere sin grave
motivo.
27. Este
Reglamento Constitucional se remitirá a las provincias para que lo sancionen,
[112] y se observará hasta que los pueblos hayan manifestado sus ulteriores
resoluciones de un modo más solemne, como se procurará a la mayor brevedad. Se
dará noticia de esta Constitución a los Gobiernos vecinos de América y a los de
España (15).
Desde el 27 al 29
de octubre último se verificaron las elecciones, de acuerdo con la nueva
Constitución, para miembros de la Junta, senadores, etc. Los miembros de la
antigua Junta fueron reelegidos.
El 3 de noviembre
juraron sus cargos los nuevos funcionarios del Gobierno y entraron en posesión
de sus cargos con gran pompa y solemnidad.
Cuando el Senado
dio comienzo a sus sesiones, su presidente don Pedro de Vivar pronunció el
siguiente discurso inaugural, que considero como una hermosa muestra de la
elocuencia chilena, a cuyo título voy a traducirlo aquí para que usted lo
conozca:
«Amigos y
conciudadanos senadores:
»Llegó,
finalmente, el día en que empiecen nuestras sesiones. La complacencia que podía
inspirar el lugar distinguido que ocupo y la alta confianza que me dispensa el
sufragio de [113] mis compatriotas, cede al sentimiento ínfimo de mi
insuficiencia, principalmente cuándo están tan agobiadas mis fuerzas bajo el
peso de los años. Yo elevo al cielo mis ojos, de donde espero el acierto. El
honor que nos confiere la patria está unido a grandes deberes, reposando en
nosotros las esperanzas de un pueblo libre y virtuoso, debiendo entender en sus
asuntos más graves y arduos. Colocados entre el Gobierno y el pueblo, el
primero debe hallar en nosotros el consejo de la prudencia, los pareceres de la
experiencia, de la reflexión y la sabiduría; y el segundo debe encontrar en
nosotros protección, celo y vigilancia por sus intereses bien entendidos. Dichoso
si, como somos los primeros en este cargo, componiendo aquí el primer Senado,
nombre gratísimo a los pueblos, pudiese nuestra conducta y utilidad
corresponder a la expectación pública, ser el ejemplo de nuestros sucesores, y
mereciésemos que nos citase por modelo la posteridad. Dichoso yo, si al
descender al sepulcro, llevase la consolación de haber trabajado por el futuro
engrandecimiento de mi patria, dejándola próspera, fuerte y opulenta, y
viviendo bajo la dulce influencia de las instituciones republicanas, siendo el
asilo de las virtudes y los talentos, gozando de los bienes de unas leyes
sabias y de una administración paternal, de las artes y [114] las ciencias, que
son la columna de la libertad de los pueblos» (16).
Hará un mes, el
Gobierno recibió un extenso oficio del virrey del Perú, requiriéndolo para que
se sometiese a su autoridad, como representante de su Majestad Católica
Fernando VII, y contribuyera con hombres y dineros para ayudarle en su campaña
contra Buenos Aires, y para que cerraran sus puertos al comercio extranjero. Ni
sus tan modestas pretensiones se limitaban a eso. Muy cortésmente, ofrecía
enviarles alguna persona que quisiese hacerse cargo de gobernarles, hasta que
un presidente llegase de España; y, en caso de negativa, que apenas creía
posible, les amenazaba con una guerra de exterminio.
De cuantos papeles
de Estado hasta ahora he visto, ninguno podría equipararse a éste por su
impudencia y tontería. Incapaz de proseguir la campaña contra Buenos Aires con
ventaja, se empeña por formar una alianza con amenazas violentas, que, caso de
ponerlas en ejecución, debían serle sumamente embarazosas.
Lima depende en
absoluto de Chile para un artículo tan indispensable como el trigo. Hay veinte
buques empleados en el tráfico entre el [115] Callao (el puerto más cercano a
Lima) y Valparaíso, que lo componen el trigo, carne salada, frutas secas,
mantequilla, queso, sebo y vino, en cambio de azúcar, arroz, cacao, tabaco,
sal, hierro y manufacturas europeas.
Fue materia de admiración
para mí el ver que los chilenos permitiesen que se llevase trigo a Lima, cuando
el virrey hacía la guerra a Buenos Aires (y, en consecuencia, a los principios
que habían abrazado) estando estrechamente aliados con esa provincia.
Al paso que el
Ejército patriota de Buenos Aires está sitiando a los realistas en Montevideo,
el hacendado patriota de Chile labra sus campos para proveer con el pan a los
enemigos de su país. El trigo embarcado en Valparaíso para el Callao, a menudo
dobla el cabo de Hornos y va a descargarse a Montevideo.
Pero volvamos a lo
que iba diciendo. La Junta se reunió inmediatamente y convocando al Senado, a
las corporaciones y a los comandantes de cuerpos, entró a deliberar sobre el
caso.
Que la insolente
carta del virrey era suficiente provocación y causa para que se cerrasen para
él los puertos, fue cosa admitida por todos; pero considerando que el pueblo
del Perú era hermano y que no podía ser castigada por los crímenes o culpa del
virrey, se retrajeron de adoptar esa medida. [116]
En respuesta a su
carta, se negaron perentoriamente a acceder a ninguna de sus proposiciones, y
le contestaron que se hallaban preparados para resistir a cualquiera medida que
su tontería o locura le indujesen a adoptar.
Sin embargo, el
modo cortés con que la Junta contestó la nota peruana manifiesta que se
hallaban un tanto desconcertados, como que tenían buenos datos para creer que
el virrey había recibido ofertas de servicios de los realistas, tanto de la
capital como de Valparaíso, y se hallaban temerosos de que se fraguase alguna
conspiración.
De acuerdo con
esto, los realistas eran vigilados de cerca, y algunos jóvenes patriotas
formaron cierta especie de sociedad que se llamó «club de visitas», cuyo objeto
era frecuentar las casas de aquellas personas que se creían enemigas del
sistema y procurar hacerles discurrir sobre el aspecto de los negocios
públicos, fingiendo haber abrazado la causa realista; pero ello no resultó,
pues el artificio era bastante inocente.
Se despacharon
inmediatamente órdenes a Valparaíso, Concepción y Coquimbo a fin de que los
cañones de los fuertes estuviesen listos para el servicio en todo momento; se
doblaron las guardias, llamando a las milicias, procurando evitar una sorpresa
y vigilando [117] de cerca a todos los que se sabía o se estimaba ser enemigos
de la causa nacional.
Se publicó un
decreto para que quienquiera que tuviese armas en su poder de cualquiera
especie las entregase al Gobierno en el término de un mes, bajo apercibimiento
de serles confiscadas, y bajo una multa del doble de su importe, y de ser
considerados como indignos de la confianza de las autoridades; aquellos que las
entregasen voluntariamente, recibirían por entero su valor. También se publicó
otro decreto para que si alguno emprendiese la fábrica de armas, el Gobierno le
adelantaría el capital suficiente para dar principio al negocio y le abonaría
veinte pesos por cada fusil y diez y ocho por cada par de pistolas.
De usted, etc.
[118] [119]
Carta quinta
Invasión de Concepción por las tropas del virrey del Perú.-
Medidas de defensa
Santiago, 20 de abril de 1813.
Querido amigo:
La provincia de
Concepción ha sido invadida de orden del virrey del Perú por un cuerpo de 1200
hombres al mando del general Pareja. Esta expedición se hizo a la vela desde el
Callao con rumbo a la isla de Chiloé, donde refrescaron y se les juntó la totalidad
de las fuerzas de aquella plaza. Valdivia se rindió sin oposición, y habiéndose
apoderado de cuanto objeto de valor encontraron, se embarcaron para Talcahuano
(el puerto de Concepción), adonde llegaron el día 20 último, y la ciudad les
fue entregada por la traición de su gobernador Jiménez Navia.
Don Rafael de la
Sota, a la cabeza de 150 hombres, les resistió la entrada durante tres horas;
pero viendo que resultaba inútil luchar [120] contra fuerzas tan superiores se
retiró en orden después de clavar el cañón con que contaba.
Cuando el traidor
Navia ordenó a la tropa que se entregase, el capellán de dragones, Pedro José
Eleyzegui, con toda audacia expresó que jamás pasaría por semejante humillación
y que si alguno estaba dispuesto a servir a su patria, le siguiese. Un
sargento, siete soldados y un tambor de dragones se plegaron a él, y con este
pequeño grupo tuvo la buena suerte de salvar los caudales públicos y escaparse.
La noticia de
estos sucesos llegó a la capital el 29 de marzo, y en el día 2 del presente la
guardia nacional y los milicianos partieron de la ciudad en dirección a
Concepción, bajo el mando del presidente don José Miguel Carrera.
Los puertos de
Chile se hallan cerrados para Lima, por supuesto, y se ha tomado posesión de
siete buques limeños, cuyas velas han sido recogidas y sus mercaderías
descargadas. El gobernador de Valparaíso ha recibido órdenes de poner en
práctica todas aquellas medidas de defensa de la plaza que creyese conveniente;
y las guardias de los pasos de la cordillera están encargadas de impedir a todo
español europeo la entrada en el país.
Al abandonar
Carrera la Junta para tomar [121] el mando del ejército, el Senado eligió en su
lugar a su hermano don Juan José. Considerándose por el mismo Cuerpo que
Portales y Prado eran ancianos y valetudinarios para poder responder a lo que
exigía el crítico actual estado de los negocios, fueron suspendidos de sus
cargos por tiempo ilimitado y designados en su reemplazo Francisco Antonio
Pérez y José Miguel Infante.
El día 10 del
presente el Gobierno decretó que aquellos soldados que habían ayudado a
transportar desde Concepción los caudales públicos recibirían doble sueldo
durante cuatro años, y si alguno fuese capaz, sería promovido a oficial. Los oficiales
que resistieron el desembarco del invasor han sido ascendidos al grado
inmediatamente superior y se les ha concedido una medalla conmemorativa de sus
servicios.
Se ha recibido el
parte oficial de una refriega que se verificó el 8. El enemigo tuvo dos hombres
muertos y 21 prisioneros. Esto se realizó con fuerzas inferiores y sin pérdida
de un solo hombre.
Me es imposible
dar a usted idea del entusiasmo que se ha apoderado del pueblo. El palacio se
ve cercado desde la mañana a la noche por gentes que ofrecen, no sólo sus
servicios personales al Gobierno, sino que traen también lo que poseen. [122]
Siete personas hay
empleadas en el erario nacional para recibir las erogaciones voluntarias del
pueblo, y esas no dan abasto para contar el dinero y dar recibo inmediato de su
entrega. Muchos han erogado 500 pesos, y don José Antonio Rojas ha dado mil y
obligádose a mantener de su cuenta diez soldados por todo el tiempo que dure la
guerra. El entusiasmo bélico es, asimismo, indescriptible. Se organizan
compañías de voluntarios, sin que el Gobierno tenga siquiera noticia de que se
hallen en formación hasta que no las ve armadas y uniformadas, a sus propias
expensas, ofreciendo sus servicios, y listos para ponerse en marcha a la
primera señal. Los comerciantes han abandonado sus tiendas, los artesanos sus
talleres, y los campesinos sus labores, para reunirse a las legiones de su
patria, y todos se manifiestan resueltos a exterminar al enemigo que ha tenido
la osadía de invadir su suelo.
¿Querrá usted
creerlo? Hasta yo mismo me he metamorfoseado en hijo de Neptuno, yendo a
«buscar renombre por el tronar de los cañones».
De usted, etc.
[123]
Carta sexta
Pérdida del buque chileno La Perla y del bergantín de guerra
Potrillo, por un motín.- Captura y sufrimientos de los oficiales e individuos
de la tripulación que permanecieron fieles
Prisión de Casas-Matas, Callao, agosto de 1813.
Querido amigo:
Muchos y rigurosos
han sido los contratiempos y desgracias que me han cabido en suerte desde la
última que dirigí a usted. Las que se me aguardan, lo ignoro; pero no
desespero, y aunque el horizonte se presenta obscuro, aun la fantasía se
complace en mostrarme en lontananza días más felices, y a esta ilusión me
aferro, aunque, quizás, resulte vana.
A la fecha de mi
última, el gobierno de Chile, halagado por los éxitos alcanzados por sus armas,
quiso obtener un triunfo completo cortando al enemigo la retirada por mar.
Para lograr este
intento se apoderó de un [124] gran buque mercante limeño, La Perla, y compró
el bergantín americano Colt (el Potrillo). Se armó inmediatamente La Perla con
veintidós cañones largos de a 12 y con dos de a 24 libras, y se confió su mando
a don José Vicente Barba, chileno. El Potrillo montaba ocho cañones largos de a
12, diez cortos, de hierro, de 9 libras, y dos de a 6 y dos pedreros, y estaba
tripulado por 90 hombres, de ellos 23 americanos e ingleses. El mando de este
buque se dio a mister Edward Barnewall, que había sido antes su segundo jefe,
poniendo también a sus órdenes La Perla. Ésta estaba tripulada por 120 hombres.
Cuando partí de
Santiago para Valparaíso se creía que se habría podido enterar la dotación
completa del bergantín con ingleses y americanos. A mi llegada, pude
persuadirme del error, si bien resolví embarcarme de todos modos. Había
recibido mi nombramiento de teniente de fragata, y era a bordo del bergantín,
fuera del capitán Barnewall, el único oficial con nombramiento en forma.
Nos hallamos
listos para hacernos al mar hacia el 26 de abril, si bien nos vimos obligados a
esperar a La Perla.
El lunes 3 de mayo
se señaló al fin como día de nuestra salida; pero el 2 el Warren (corsario
limeño que por algún tiempo había estado cruzando en las afueras del puerto) se
[125] detuvo y disparó un cañonazo en son de desafío. Era la hora de la comida,
a la que asistían los americanos que residían entonces en Valparaíso, los
oficiales de La Perla y algunos amigos chilenos, que habían sido invitados por
el capitán Barnewall en la inteligencia de que nuestra salida tendría lugar el
siguiente día. En el acto se propuso que se enviase al Gobierno una petición
firmada por todos los oficiales, pidiendo autorización para salir a presentar
combate a la Warren, plenamente convencidos, en vista de la superioridad de
nuestras fuerzas, que podríamos apoderarnos esa noche del buque enemigo. Se
consiguió el permiso. La Perla cortó sus amarras y salió. Levantamos el ancla a
fuerza de brazos, y como diez minutos más tarde quedamos también en franquía.
Pusimos proa en derechura al corsario, pero nos sobresaltamos grandemente al
ver que La Perla se alejaba de nosotros con todas sus velas desplegadas.
Incapaces de explicarnos tan extraña maniobra, que en un principio se atribuyó
al deseo del capitán de adiestrar sus hombres para los puestos que debían
ocupar, y, a la vez, distraer al enemigo, largamos todas las velas con el
propósito de ponernos al habla con él y conocer sus designos (sic), en vista de
que no respondía a nuestras señales para que virase y empeñase la acción.
Cuando enfrentamos [126] al corsario, comenzó a dispararnos con sus cañones de
proa y lo continuó por más de una hora, hasta enterar 87 disparos, sin matar ni
herir un solo hombre, con muy pocos daños en las velas, o el aparejo.
Enderezamos hacia La Perla a toda fuerza de velas, pero continuó alejándose de
nosotros, y tan luego como la alcanzamos comenzó a dispararnos sus cañones de
caza de popa, cuyos tiros caían tan lejos de nuestro buque, que todavía
abrigábamos la esperanza de que hacía esa maniobra para atraer al enemigo;
hasta que, habiendo llegado a tiro de fusil, nos pudimos cerciorar de que iban
dirigidos contra nosotros. Luego nos hallamos al habla, y al inquirir la causa
de semejante actitud, recibimos por respuesta tres descargas de mosquetería,
acompañadas de grandes hurras a Fernando VII, rey de España, y al virrey de
Lima, que fueron en el acto contestados por los españoles y portugueses de
nuestra tripulación con las mismas voces. Estupefacto de horror ante tan
villana conducta de parte de La Perla, y encontrándonos en un pequeño bergantín
con dos grandes buques a sus costados y con nuestra propia tripulación
amotinada, determinamos hacer fuerza de velas y procurar ganar otra vez el
puerto de Valparaíso. Notamos entonces que las drizas de la vela mayor estaban
cortadas, y que la tripulación [127] se negaba a volver a Valparaíso, gritando
a una «¡a Lima, a Lima!». El amotinamiento se había hecho general. Los soldados
apuntaban sus fusiles cargados a mi pecho, gritándome que me rindiera si quería
escapar la vida. Al pedir ayuda a mis paisanos, no tuve respuesta, como que ya
habían sido supeditados por el número y encerrados en el castillo de proa, Noté
entonces que los dos cañones de proa estaban apuntados a popa, y pues no me
quedaba esperanza alguna, me rendí a los amotinados, que me condujeron a la cámara,
en la que hallé preso a nuestro contador don Pedro Garmendía.
Al dirigirme a la
cámara, un negro me arrojó una pica de abordaje, con la cual, por fortuna, erró
el tiro y fue a clavarse en la borda. Pocos minutos después, el capitán
Barnewall fue asimismo encerrado en la cámara. Se colocaron tres centinelas
bajo la cubierta con espadas desenvainadas, dos más en la escala con fusiles, y
uno en la escotilla con un par de pistolas.
A todos los
marineros americanos E ingleses (excepto dos, Dawmas, americano, y Gordon,
inglés, que se habían unido a los amotinados), se les pusieron grillos.
Así fue como caí
prisionero por efecto de la conspiración más villana que cabe, la que, según
supe después, fue ideada y favorecida [128] por muchas personas de Valparaíso,
algunas de las cuales realizaron tan infame complot bajo la especiosa
apariencia de patriotismo. Sería para mí imposible pintar la sensación que
experimenté al verme prisionero de mis propios subordinados, que se habían
amotinado sin causa alguna; y en cuanto al tratamiento que se me esperaba, no
dudaba ni por un momento que había de ser el peor imaginable, siendo los
españoles harto conocidos por su ignorancia y carácter sanguinario.
Teníamos también
otra cosa seria de inquietud, cual era, que habiendo partido tan
inopinadamente, carecíamos de los documentos que acreditasen la calidad de
nuestro buque, sin tener nada que pudiera justificar que no éramos piratas,
excepto nuestros nombramientos, sin que supiéramos qué crédito pudiera prestarles
el virrey del Perú. Además, teníamos motivos para temer que los amotinados
concluyeran por asesinarnos, como se decía que algunos lo pensaban, aunque sus
camaradas lo resistían.
La tripulación del
bergantín se componía de una masa hetereogénea (sic), y, según creo, casi todas
las naciones de la cristiandad tenían en ella algún representante. Todos
hablaban español o inglés, y la mayoría de los americanos e ingleses el
español. El capitán Barnewall se veía obligado a impartir sus órdenes [129] en
inglés, y para salvar lo mejor posible tal embarazo, había situado al pie de
cada cañón un individuo que entendiese este idioma. Desgraciadamente para
nosotros, tal cosa facilitó mucho las operaciones de los amotinados, que se
hallaban en la proporción de tres a uno en cada cañón.
Lunes, mayo 3.- El
nuevo comandante nos hizo una visita, asegurándonos que lo pasaríamos bien, es
decir, que se nos daría de comer de cuanto el buque cargaba, por lo cual le
dimos las gracias. Ambos buques se hallan aún a la vista uno de otro. La Perla
nos hizo fuego durante la noche. Los amotinados mantienen sus prisioneros
continuamente borrachos, lo que, quizás, suaviza su encierro. A la noche, el
capitán Barnewall, el contador y yo estábamos tranquilamente sentados alrededor
de la mesa, cuando repentinamente hubimos de alarmarnos por el ruido que
formaba la apertura del cubichete y al ver incontinenti seis fusiles con
bayonetas apuntados a nuestras cabezas. Después de desvanecidas las primeras
emociones no me sentía ya desconcertado y aun llegué a desear que me dirigieran
la descarga entera. El comandante y sus oficiales corrieron escala abajo y nos
dijeron que no nos alarmáramos, ya que venían solamente en busca de armas de
fuego, pues un inglés que se había unido a ellos decía que [130] teníamos
algunas ocultas. Después de una busca sin resultado, se marcharon, al parecer
bien poco satisfechos.
Habíamos resuelto
caer a medianoche sobre los centinelas y tratar de recuperar el bergantín.
Nuestro plan se frustró por intervención de uno de los amotinados (Gordon),
merced a haber oído cierta conversación de los nuestros que se hallaban
encerrados en el castillo de proa. Por fortuna, no se penetró por entero de
nuestros planes, pero a la mañana siguiente montaron un pedrero en el molinete,
con orden de no permitir que subiesen sobre cubierta más de dos hombres a la
vez.
Mayo 12.- Hemos
descubierto el complot. Muchos de los amotinados llevan cartas de los señores
Rodríguez, Villaurrutia y Sofía, todos comerciantes respetables de Valparaíso,
para sus amigos de Lima, especialmente un contramaestre, que ha sido antiguo
empleado de Rodríguez, quien me dijo que el complot tenía por objeto entregar
ambos buques a la Warren, si bien habían ideado uno nuevo para llevar el bergantín
a Lima, sin ayuda de la Warren, creyendo con esto adquirir más gloria, según
sus palabras, y recibir, a la vez, una gratificación mayor. Gordon asegura que
tenía conocimiento del complot desde mucho antes que partieran de Valparaíso;
que el teniente [131] primero de la Warren había estado muchas veces en tierra,
disfrazado, y que en una ocasión había cenado con él en casa de Rodríguez.
Añade que todos se juramentaron en casa de un portugués, que proporcionó a
todos una escarapela realista y una daga. El comandante bajó y me pidió mi
reloj para el servicio del bergantín, y se lo entregué. Hoy día, Dawmas fue
aherrojado, ante la sospecha de mantener correspondencia secreta con nosotros;
eso, sin embargo, es una falsedad, pero no hemos de desengañarlos.
Mayo 13.- Me levanté temprano y por la
primera vez se me permitió subir sobre cubierta. La mañana estaba muy
agradable; el tiempo casi tranquilo. Después de haber permanecido tanto tiempo
bajo de cubierta, el aire fresco y la vista del mar contribuyeron a levantar
mucho mi ánimo. Pero, ¡ay! bien pronto decayó. Vi a dos de nuestros
desgraciados compatriotas subir sobre cubierta encadenados juntos. Los
infelices me dirigieron una mirada de súplica, que me traspasó el alma. En ese
momento habría dado el universo en cambio de poder libertarlos.
Mister Heacock
(contramaestre) me contó que Gordon había sido nombrado primer oficial del
buque y que nos trataría como se le antojase. ¡Qué canalla!
En la tarde se
produjo un violento altercado [132] sobre cubierta respecto al mando del buque,
que se entregó por fin al ayudante del contramaestre. En la noche se promovió
de nuevo otro altercado y el mando se dio entonces al contramaestre. Si siguen
estas disputas, tenemos esperanzas de que se presente la oportunidad de volver
a apoderarnos del bergantín. Mantienen a nuestra gente continuamente
embriagada, lo que me tiene en un estado de ánimo mucho peor de lo que debiera.
Mayo 14.- Estamos
ahora, como de antes, tranquilos. Ha cesado el bullicio y los amotinados se
hallan en pacífica posesión del bergantín. Mi amigo Barnewall tiene una fiebre
muy alta, originada, sin duda, de pesar. Tal cosa no puede extrañarse cuando se
considera nuestra situación.
Anoche tuvimos una
racha de viento mucho más fuerte de las que suelen ocurrir en estos parajes. El
bergantín balanceaba mucho, a causa de su pesado armamento. El capitán
Barnewall y yo nos hallábamos deseosos de que el viento tronchase los mástiles,
lo que habría puesto en gran confusión a los amotinados y nos ofrecería la
ocasión de recuperar el mando. Pero el viento amainó en unas cuatro horas y
todas nuestras esperanzas se desvanecieron.
A tiempo que
acabábamos de desayunarnos, [133] fuimos sorprendidos con la repentina entrada
de siete de los revoltosos, todos armados, que nos ordenaron subir sobre
cubierta. Al capitán Barnewall se le hizo bajar y volvió a subir en unos
cuantos minutos, para enviarme en seguida a llamar a fin de pedirme las llaves
de mis baúles y escritorio. Registraron cosa por cosa, quitándome 107 pesos,
que era mi único caudal. Luego escudriñaron todos los rincones del camarote,
diciendo que sabían que había dinero escondido. Después de la comida,
comenzaron de nuevo; se registró el almacén y se abrieron a cuchillo sacos de
harina en busca de una gruesa suma de dinero, que se imaginaron que había sido
enviada a bordo por el Gobierno; pero chasqueados en esto, nos robaron nuestros
trajes, y tanta fue su rapacidad, que no pudimos lograr que nos dejasen una
muda de ropa. A las cuatro de la tarde pasaron revista y se repartió el dinero
(431 pesos) entre sesenta, sin que cupiera parte alguna a los enfermos. Nuestra
situación es casi insoportable. Nos hallamos sujetos al capricho de una banda
de desalmados, que no observan entre sí orden ni disciplina alguna, guiados por
la opinión de los más, y no puede quedar duda de que si se empeñaran en
asesinarnos, su comandante no lo habría de impedir.
Domingo, mayo 16.-
Ayer y hoy nuestro [134] bergantín ofrece el más horrendo espectáculo que jamás
haya yo presenciado. A proa y a popa yacen esparcidos odres de agua ardiente y
vino, cuyo acceso es permitido a todo el mundo, y tan luego como se vacía uno
se le llena otra vez. Se juega a todo con el dinero que nos han robado, y las
pendencias, la borrachera y toda especie de vicios reinan a sus anchas.
Mayo 17.- Por la
mañana temprano nos alarmamos por el bullicio inusitado que se sentía sobre
cubierta, que pronto supimos era motivado por la vista de un velero que se
dirigía hacia nosotros, que los amotinados (como resultado de la sugestión que
les causaba su dañado proceder) se imaginaron ser la fragata norteamericana
Essex, y que era llegado para ellos el momento de pagar sus maldades.
Comenzaron inmediatamente la faena de desarmarlo, imaginándose que podrían
hacerlo pasar por buque mercante. Habían logrado ocultar bajo cubierta los
objetos sueltos, como los atacadores, las lanadas, etc., etc., y hasta uno de
los cañones, cuando el tan temido velero se dejó ver en todo su tamaño,
resultando ser sólo un pequeño bergantín, llamado el Carbonero, empleado en el
acarreo de abonos, consignado a Pisco, a nueve días de Chancay. Dionos la
noticia de que Chile había sido invadido en virtud de [135] una orden reservada
del virrey, y muy en oposición a las opiniones de todas las clases sociales y
de los comerciantes especialmente.
Martes 18 de mayo,
arribamos al Callao. Al entrar al puerto tuvieron la audacia de enarbolar la
bandera española sobre los colores del pabellón americano. Se hizo una salva al
pasar el fuerte. Uno de los cañones que por olvido había quedado cargado, mató
con su disparo a un indio en la playa. Luego que anclamos, fuimos abordados por
el bote de la Aduana. El capitán del puerto, al saber la manera cómo habíamos
sido apresados, parecía a la vez sorprendido y agradado, y con términos
altisonantes, harto característicos de los peninsulares, no se cansaba de
ponderar cómo pudimos tener la temeridad de combatir a sus corsarios. Preguntó
en seguida quién era el comandante, honra que fue disputada por no menos de
tres, y después de no poca discusión, se pronunció en favor del que lo había
sido primero, el ayudante del contramaestre. El capitán Barnewall y yo fuimos
en seguida registrados para quitarnos los papeles que tuviéramos, como en efecto
nos los tomaron. Se nos mandó entonces que bajáramos de cubierta, y allí se
continuó el prolijo registro de nuestras personas para certificarse de que no
habíamos ocultado algunos. Concluido esto y habiendo llegado de tierra un
piquete, se nos [136] ordenó desembarcar. Antes de tomar el bote, el capitán
Barnewall y yo denunciamos el robo de nuestras espadas y de mi reloj, hecho por
el comandante, que teníamos información segura de que había escondido bajo
llave en su arca. Pedimos al capitán del puerto que aceptara nuestras espadas,
cosa que creyó no era propio rehusar, disponiendo que se me devolviese mi
reloj. El capitán Barnewall refiriole entonces que se nos había robado también
nuestro dinero y objetos de nuestro uso, y que deseaba llevarse consigo los
instrumentos náuticos de su propiedad, los que fueron declarados legítima
presa.
En este punto,
nuestro contador, un chileno, que había permanecido recluido junto con nosotros
durante toda la travesía, se colocó la escarapela realista y suscribió su
nombre en la nómina de los amotinados, o, como ellos la llamaban, el rol de
honor.
Al poner pie en
tierra, la multitud que cubría la playa desplegó la más salvaje ferocidad,
tirándonos piedras durante todo el trayecto que hubimos de recorrer hasta
llegar al domicilio del gobernador, que estaba en el interior de la fortaleza;
y a no haber sido por la guardia, creo que nos habrían hecho pedazos. En vez de
los tristes presagios con que es de suponer entra alguien a una prisión, yo lo
hice alegremente, considerándola por el [137] momento lugar seguro. Fuimos
llevados luego a presencia del gobernador, quien nos hizo una especie de
interrogatorio tocante al objetivo de nuestra expedición, con muchas otras
preguntas relativas al ejército de tierra que había en Chile. Concluido esto,
su Excelencia nos dijo al capitán Barnewall y a mí de manera muy atenta:
«caballeros, deben ahora ustedes someterse a la necesidad de retirarse a los
departamentos dispuestos para su alojamiento del momento», y, alejándose, nos confió
al cuidado de un oficial, que nos rogó le siguiésemos. Me imaginé, en vista de
la atenta manera cómo nos había tratado el gobernador, que en lugar de un
sombrío calabozo, los «departamentos dispuestos para nuestro alojamiento del
momento», significaría algunas piezas decentes dentro del fuerte y que se
proponía tratarnos como prisioneros de guerra. Tal idea se robusteció ante la
conducta de nuestro guía, que nos condujo al frente del departamento de los
oficiales, esperando a cada momento que se detuviese, pero hubimos de seguir
hasta que llegamos al cuarto de guardia. Aquí se nos separó al capitán
Barnewall y a mí.
Se me encerró en
un pequeño cuarto ubicado en el centro de una gran sala, en la que se hallaban
alojados unos cien soldados. Parece que el cuarto había sido fabricado para
[138] que los soldados pudiesen arrimar sus armas del lado de afuera.
Hallándome ya solo, comencé a considerar mi situación, pero bien pronto fui
interrumpido por la curiosidad de los soldados, quienes, ansiosos de ver qué
clase de animal era yo, abrieron un agujero al través de las tablas para
observarme. Uno de ellos exclamó entonces: «es un individuo de buen aspecto»;
«sí, repuso otro: para la horca». «¡A la horca, hurra, hurra!», repitieron los
demás. Era ya de noche, y sintiéndome extenuado de fatiga y de hambre (pues no
había probado cosa alguna desde el día antes) me recosté sobre una banca, el
único mueble que había en mi habitación. En lugar de conciliar el sueño, la
imaginación me pintaba cuál era mi situación con los más tristes colores,
sintiéndome tan débil, que no pude menos de derramar lágrimas. El cabo de
guardia entró en esos momentos con tres velas; encendió una y dejó las
restantes. Y al notar que había llorado me expresó con toda frialdad que esperaba
me hallase convencido de la enormidad del crimen que había cometido al pelear
contra la religión y el rey; añadiome que si tenía dinero, despacharía a alguno
para traerme algo de cenar, lo que le rogué hiciera. Al entrar el cocinero,
traté con él de que me fiase la cena, prometiéndole que le pagaría una vez que
vendiese mi reloj. Consistió mi cena [139] en dos pequeños peces, una rebanada
de pan y una copa de vino, por lo que se me cobró 25 centavos. No pude
conciliar el sueño durante toda la noche, pues cada vez que se relevaba la
guardia, se corría el cerrojo de la puerta para certificarse de que me hallaba
allí. Uno de los centinelas me preguntó si me incomodaban las pulgas, y ante mi
respuesta afirmativa, añadiome que había muchas chinches y otros bichos, lo que
era perfectamente exacto.
Mayo 19.- A eso de
las seis entró a mi pieza un individuo trayéndome 25 centavos, que me dijo era
mi prest para la comida; y como a las diez llegó el jefe de la Armada Real, y
habiéndose informado de quién era yo, dispuso que se me colocara en el mismo
calabozo con el capitán Barnewall y que a cada uno se nos entregara un peso
diario. Sentime regocijado ante la idea de estar en compañía de mi amigo,
siendo no menos satisfactoria la expectativa de poder alimentarme bien.
Mayo 20.- El peso
prometido no llegó, y en vez de él recibimos cada uno 25 centavos. Vendí mi
reloj por 28 pesos y me compré un colchón y una frazada. La Perla fondeó hoy:
sus oficiales, en número de nueve, fueron encerrados en las casasmatas. En la
tarde fuimos trasladados a otro calabozo. Deseosos de [140] informarnos de los
detalles del apresamiento de esa nave y de conversar con nuestros compañeros de
desgracia, ofrecimos tres pesos de propina al oficial de guardia para que nos
permitiera ver a uno de ellos al anochecer; lo que no se nos admitió. Nos llegó
una tarjeta de mister Samuel Curson, americano que residía en Lima, con la
promesa de que haría cuanto estuviese a su alcance para favorecernos.
Este día se empezó
a ver la causa de nuestra gente. Es costumbre de los españoles en semejantes
casos llamar primeramente a los marineros, a fin de así intimidarlos y lograr
que declaren algo respecto a sus superiores, que más tarde pudiera invocarse
como testimonio, contra ellos.
Mayo 21.- Nuestro
actual calabozo es más cómodo que el anterior; veinte pies cuadrados y una
ventana grande. El cabo de cañón, que había prestado su declaración, merced a
una propina de 25 centavos que dio al sargento, obtuvo que se le permitiera
dormir esa noche en el mismo calabozo que nosotros, y de él tuvimos algunas
informaciones. Debíamos declarar que na habíamos entrado voluntariamente al
servicio de Chile, etc., etc. Nos advirtió que el intérprete nos sería
favorable y nos significaría cómo debíamos responder. Nos resultaba dificultoso
aun conseguir agua, sin dar propina. ¡Ay! nuestros recursos están [141] casi
agotados, y no sé lo que después será de nosotros.
Lunes 24.- Fui
llamado a prestar mi declaración. Una guardia vino a buscarme para conducirme a
una pequeña casa situada a orillas del mar, en la que se reunía el tribunal.
Estaba formado por un oficial de la armada, un intérprete (italiano), un
abogado mulato y un escribiente de raza blanca.
Comenzó la
audiencia por exigirme juramento de que diría la verdad de lo que se me
preguntase; cierta especie de acusación se formuló en mi contra, basada en
haber sido sorprendido en actos piráticos cometidos en alta mar, siendo yo un
ciudadano de los Estados Unidos, con cuya nación se halla en paz el rey de
España, esgrimiendo armas contra él, en ayuda de una provincia sublevada. No
había prueba alguna para sostener semejante acusación, a no ser la dada por mí
mismo.
Preguntáronme
primeramente mi nombre, edad, lugar de mi nacimiento, etc., a todo lo que
contesté con verdad. Vino en seguida la pregunta acerca de cuánto tiempo había
residido en Chile y el motivo que me impulsó a abandonar mi patria para
trasladarme a esa provincia. A esta interrogación objeté que no tocaba a mi
causa; pero se me dijo terminantemente que no podía excusarme de responder a
cuanta pregunta se me hiciera. Repliqué [142] que esperaba que no se me
obligase a inculparme a mí mismo. El tribunal se desentendió de mi observación
y formuló de nuevo la pregunta. En este punto, el intérprete me habló en
inglés, indicándome que debía contestar en términos que correspondiesen a lo
dicho por los marineros. Accedí a ello gustoso, y el interrogatorio continuó
adelante, y duró hasta las dos de la tarde. Concluido éste, se me mandó
conducir a un calabozo allí vecino hasta que terminase el interrogatorio del
capitán Barnewall. Se trajo mi cama, de lo que deduje que estaba condenado a
pasar allí la noche. Después de colocada en un poyo, me quedó el suficiente
espacio para dar cuatro pasos a lo largo; el ancho de la pieza era como de unos
cuatro pies, y estaba alumbrada por la luz que entraba por un agujero que había
en el techo. Era el sitio más asqueroso que jamás hubiese visto en mi vida. No
queriendo pasar ahí la noche, traté de gratificar al cabo de guardia para que
me condujese a mi ordinario alojamiento, que parecía un palacio comparado con
este mísero agujero. Contestome que lo vería, y a eso de las diez me llevó al
sitio en que había tenido lugar mi interrogatorio. Solicité permiso para volver
a mi antiguo calabozo, lo que se me concedió, y gratifiqué al cabo con 50
centavos, aunque en un principio me había pedido cinco pesos. De nuevo en
compañía del [143] capitán Barnewall, comentamos con delicia los desinteresados
servicios del señor Gambini, el intérprete, y más tranquilos nuestros ánimos
con las esperanzas que nos había inspirado, nos metimos a la cama y dormimos
profundamente.
Mayo 28.- No hemos
recibido carta ni socorro alguno de nuestros amigos de Lima. Comenzamos a dudar
de la sinceridad de sus ofrecimientos, y parece que hemos sido abandonados a
nuestra suerte. Estamos mucho más vigilados que al principio. Se ha prohibido
al cocinero que nos traiga la comida al cuarto, como antes, y la recibimos
ahora por una ventanilla. No he visto rostro humano durante varios días.
Junio 2.- Recibí
saludos de los oficiales de La Perla, anunciando que todos seguían bien. En la
tarde fuimos trasladados a otro calabozo mucho más pequeño, y, por tanto, más
incómodo.
A las oraciones
estuve conversando, al través del agujero de la llave de la cerradura, con un
irlandés, quien me dijo que había sido enviado por un amigo nuestro, cuyo
nombre no podía dar, para informarnos, de que tan pronto como pasase el
alboroto que había causado la noticia de nuestro arribo, algo se haría para
tratar de aliviar nuestra situación. El capitán Barnewall y yo estamos [144]
enfermos de tercianas, que fueron tan agudas esta noche que perdí el
conocimiento.
El día 5 o el 6,
todos los norteamericanos de la dotación del bergantín (excepción hecha
solamente del capitán Barnewall y yo) fueron aherrojados y condenados a
trabajar en las obras públicas. Fueron aherrojados en la misma forma que los
malhechores, lo que resulta por extremo cruel. Esto se hace poniendo una
argolla en el tobillo, cuyo cerrojo corre por entre un eslabón de la cadena,
que en el otro extremo tiene un anillo de otras tantas pulgadas de ancho.
Durante la noche se les asegura en el suelo por medio de una cadena larga, que
corre por entre las argollas dichas, y se amarra a un poste colocado fuera del
calabozo; y durante el día se les obliga a acarrear pesadas cargas de basuras a
la espalda, más todo el peso de sus grillos, que es de unas cuarenta libras, en
una pierna. Comienzan a trabajar a las seis de la mañana, y lo continúan hasta
la puesta del sol, con interrupción de media hora para el desayuno y de una
hora para la comida. A los súbditos ingleses apresados en el bergantín se les
deja tranquilamente en una prisión ventilada y cómoda, sin estar aherrojados.
El motivo
francamente confesado de semejante diferencia de tratamiento es la destrucción
de un corsario limeño, verificada por [145] la fragata norteamericana Essex.
¡Qué represalia más cobarde y antojadiza!
La siguiente es la
lista de estos infelices americanos:
William
Barnet, piloto.
Samuel Dusembury, guardia marina.
Timothy Chase, contramaestre de La Perla.
Henry
Heacock, contramaestre.
John S. Waters, carpintero.
Peter N. Hanson, artillero.
John Heck, intérprete.
Henry Smitch, marinero.
William M'Koy, íd.
Severno Denton, íd.
James Dawmas, íd.
Moses
Pierce, íd.
Le Roy Laws, íd.
Willis Forbes, íd.
Jeremiach Green, íd.
Frederik Rasmonsen, íd.
El día 9, el capitán Barnewall y yo, ambos enfermos de
terciana, fuimos llevados al hospital de Bellavista. Ahí hallamos a todos
nuestros hombres, excepto uno, y todos muy enfermos.
El 23 pudo el
capitán Barnewall salir del hospital, ya mejorado. Yo no me hallé capaz de
acompañarle.
Durante este
tiempo supimos que las tropas chilenas habían obtenido una victoria sobre [146]
las de Lima, y recibimos dos cartas de nuestro amigo Curson, quien nos decía
que se había abstenido de escribirnos antes, estimando que nuestra situación
era desesperada. Afirmábanos ahora que nuestras vidas estaban seguras, y que no
dudaba que lograría obtener el que se nos dejase salir bajo nuestra palabra de
honor.
También el capitán
Barbá y dos de sus oficiales se hallan aquí. De él supimos que tan pronto como
se hizo el trinquete en La Perla, logró dominar el motín. Todos los oficiales,
incluso el contramaestre, permanecieron fieles. Nos dijo también que su piloto
mister King, americano, al notar que el buque se hallaba en poder de los
revoltosos, se arrojó al mar y que se creía difícil que hubiera logrado salir a
tierra. Nuestra actual situación es de las más deplorables; y aunque en extremo
debilitados por la fiebre, tanto, que ni siquiera podemos dar un paso, se nos
mantiene encadenados a la cama como medida de seguridad. Pocos días ha, uno de
los presos, cuyo solo crimen consistía en habérsele visto pelear por la causa
de Buenos Aires, murió con grillos, los que le fueron quitados como una hora
después de muerto. El hospital es custodiado por un sargento y diez soldados, y
la pieza en que estamos se halla con centinelas situados al lado adentro de la
puerta, que resultaban sumamente [147] pesados para nosotros, porque durante la
noche los muy bribones, se empeñaban en hacer todo el ruido posible, golpeando
el suelo con la culata de sus fusiles, o un barril con las bayonetas, etc.
Después de puesto el sol, el mozo reza o canta el rosario, seguido por todos
los que se hallan en estado de hacerlo, y los que no, tienen que aguantar el
ruido que forman. Esta operación dura, ordinariamente, media hora.
El aparato y
ceremonia con que el doctor practica sus visitas es realmente para la risa. Se
verifican a las ocho de la mañana y a las tres de la tarde, y se anuncia por un
toque de campana. Lo primero que se presenta es un viejo de aspecto enfermizo,
que avanza balanceándose y gruñendo bajo el peso de sus propias carnes, apoyado
en un enorme bastón; su aspecto mísero me hacía recordar a aquel sabio médico,
de quien se dice en unos versos:
«Detúvose y olió su bastón;
se volvió a detener, y lo volvió a oler.»
Venía en seguida el cirujano (porque el ejercicio de la
medicina y cirugía son aquí profesiones tan diversas como las del zapatero y
sastre, y ni por asomos tan bien conocidas); luego, un grupo de ayudantes,
compuesto de cuatro o cinco, para tomar nota de los enfermos y de lo que el
doctor les recetaba; y tras de éstos, cuatro o cinco mulatillos, aprendices de
barberos o sangradores, [148] enviados aquí para aprender la ciencia de la
cirugía, mecánicamente, sin tomarse el trabajo de estudiar; y simplemente para
operar en los infelices que caían bajo su férula, muchos de los cuales morían
por falta de la debida asistencia. El cirujano, un jefe que ha recibido su
pequeña dosis de conocimientos mediante el estudio, y es caballero,
consideraría muy por bajo de su propia dignidad emporcar sus dedos curando una
herida; y todavía se presenta otro individuo para poner lavativas, y otro que
trae las medicinas a los enfermos; y, finalmente, los sirvientes, aguadores,
cocineros, pinches de cocina, armero, etc., por todos como unos veinte.
El 28 abandoné el
hospital y regresé al castillo, donde encontré al capitán Barnewall, quien me
dio la noticia de que pocos días antes el Hope, capitán Obed Chase, de Nueva
York, en viaje de descubrimiento, había sido enviado para ser juzgado, en
contravención a las leyes del derecho internacional, por el gobernador de la
isla de Chiloé, adonde había recalado en busca de refrescos, y su tripulación
encerrada en el mismo calabozo que los ingleses que habían formado la nuestra.
Junio 29.- En este
día, merced a la tolerancia del oficial de guardia, se nos permitió pasearnos
por el patio. En la tarde nos visitaron dos caballeros chilenos, que vinieron
de Lima, [149] y a quienes no conocíamos, que con toda generosidad nos
obsequiaron al capitán Barnewall y a mí cinco pesos a cada uno. Éste es el
primer socorro que hemos recibido desde que estamos presos, que hubimos de
aceptar sólo en fuerza de la necesidad.
Julio 5.- Nos
visitó un caballero chileno, llamado don Manuel García, empleado en Real
Contaduría, quien nos contó que estaba de partida para Concepción, en un buque
mercante, y nos dijo que si queríamos escribir a nuestros amigos de Chile, él
hallaría medios de hacerles llegar nuestras cartas. El capitán Barnewall
contestó que sí lo haría.
Julio 10.- El
señor García vino a buscar nuestras cartas. Por su intermedio escribimos al
gobierno de Chile y a nuestro cónsul allí, dándoles cuenta de los hechos que ya
he referido. Nos aseguró que pronto seríamos puestos en libertad. En verdad,
tan varias han sido las informaciones que han llegado hasta nosotros, que
nuestros ánimos se han mantenido en un permanente estado de ansiedad; ya
abrigando las esperanzas más aventuradas, ya los más infundados temores. Hemos
concluido por no hacer caso de lo que oigamos y mantenernos, en cuanto nos sea
posible, tranquilos, en espera del momento en que se resuelva abrirnos las
puertas y dejarnos salir. Es de reírse al notar el empeño con que alguno [150]
que se interesa por nuestro bienestar llega a decirnos que bien pronto
saldremos en libertad; otro añade que muy luego seremos enviados a Lima,
dándonos la ciudad por cárcel bajo nuestra palabra de honor; otro, que antes de
veinte días ha de estallar una revolución; otro, que el general Belgrano ha
entrado en Arequipa y se dirige a marchas forzadas hacia esta plaza y que el
virrey se estremece al sentarse en su sillón de mando; otros, que las
panaderías de Lima se han cerrado por falta de trigo, y que, en vista de eso,
van a enviar emisarios a Chile a pedir la paz; otro cuenta que el Potrillo está
alistándose, y que el virrey ha de huir en él antes de que los negocios se
empeoren, y con tono solemne nos anuncian que se prepara una expedición para
marchar contra Valparaíso, etc.
Julio 17.- Ha llegado
el Britania trayendo la feliz nueva de la recuperación de Concepción y puerto
de Talcaguano por el ejército patriota, al mando del general Carrera, y la
muerte del general limeño Pareja. Este buque logró escapar a duras penas,
dejando en tierra la mayor parte de su tripulación, habiendo logrado salir del
puerto entre los disparos de los cañones de los fuertes. A su regreso, tocó en
Arica en busca de refrescos, y embarcó allí 120 hombres, las reliquias del
ejército de Goyeneche, que en su mayor parte fue hecho [151] prisionero por las
armas porteñas, después de la rendición de la ciudad de Salta, y de acuerdo con
lo capitulado, habiendo jurado no volver a tomar las armas, fue dado por libre.
Han hecho a pie un camino de más de mil millas, y muestran un aspecto tal, que
involuntariamente me hacía recordar a los tertulios de Falstaff.
Julio 21.- A las
tres de la mañana de hoy sentí un fuerte remezón de tierra, que por poco no me
arroja fuera de mi cama. Es difícil que alguien pueda darse cuenta del efecto
de tan terrible fenómeno sobre el ánimo de una persona encerrada en una pieza
sin salida, sin medio de escapar en caso de que el edificio se derrumbase con
la sacudida. En tal evento, 200 infelices seres encadenados y encerrados en una
sala vecina a nuestro cuarto, como nosotros mismos, tendrían que perecer sin
remedio. Al menor sacudón, los presos todos comienzan a entonar plegarias en
tono lúgubre, muy a propósito para despertar los más tristes sentimientos.
Julio 22.- Se dice
que la tripulación de la Nueva Limeña, un gran barco de comercio de la
matrícula de este puerto, se amotinó contra sus oficiales, los echó en tierra
en Pisco e hizo vela para Valparaíso. Ésta es una gran noticia para nosotros,
pues el gobierno de Chile tendrá por este conducto conocimiento [152] de
nuestra situación, lisonjeándonos con que se verificará algún canje de
prisioneros.
Julio 23.- Hemos
sido trasladados a esta prisión (Casas-Matas). Aquí hallamos al cirujano, al
capellán y al contramaestre de La Perla. Aunque nuestro calabozo es más obscuro
y húmedo que el que teníamos, con todo, nuestra situación es más soportable.
Disponemos aquí de un cuarto para pasearnos, lo que es gran alivio para
nosotros, y como la prisión es tan segura, no se nos vigila tan de cerca.
Agosto 20.- Nada
de particular ha ocurrido durante algún tiempo. He estado enfermo en el
hospital cerca de veinte días. Hoy vino a vernos mister Macy, contramaestre del
Hope, quien nos refirió que ese buque estaba ya despachado y debía hacerse al
mar en unos cuantos días más. Cortésmente se ofreció a entregar a usted mis
cartas por su propia mano. Véome obligado a detenerme en este punto. Mi
situación es realmente mísera: encerrado en un calabozo a cuatro pies debajo de
tierra, donde la única luz que disfrutamos nos llega por respiraderos; las
paredes de cal y piedra tienen un espesor de siete pies, y las puertas tan
sólidamente aseguradas, que desafían todo intento de escapar. He sido acusado
como malhechor e ignoro si estoy o no condenado, sin que hasta ahora se me haya
[153] notificado sentencia alguna, a pesar de que van transcurridos más de tres
meses desde que fui juzgado. Cuál sea la suerte que se me aguarda, es imposible
siquiera conjeturarlo, y probablemente se decidirá por lo que ocurra en Chile.
Si este país triunfa, saldremos en libertad a banderas desplegadas; pero, caso
que los enemigos de la libertad prevalezcan, debemos esperar, ya la muerte en
el cadalso, ya el puñal de un asesino en nuestra prisión, quizá durmiendo. En
el entretanto ojalá que usted, mi amigo, goce de salud, felicidad y libertad,
de la cual me veo ahora privado. Si llega a ofrecerse otra oportunidad, cuente
usted con que volverá a tener noticias de este su infeliz amigo. [154] [155]
Carta séptima
Libertad de los ciudadanos americanos apresados en el
Potrillo, y La Perla
Cárcel de las Casas-Matas, Callao, 1.º de septiembre de
1813.
Querido amigo:
Escribí a usted la
precedente en el supuesto de que el Hope se haría a la vela unos cuantos días
después de aquella fecha. La orden para su despacho se revocó; pero como el
capitán Chase confía en que al cabo ha de ser puesto en libertad, proseguiré mi
diario hasta que se haga a la vela.
Septiembre 3.-
Hacia la oración, oímos frente a nuestro calabozo un desusado sonar de cadenas,
y al asomarnos a la ventana vimos un gran grupo del pueblo que se dirigía hacia
nosotros y soldados que conducían considerable número de presos con pesadas
cadenas. ¡Oh, Dios mío! ¿Cuáles fueron nuestras sensaciones al saber que éstos
eran los oficiales [156] y tripulantes de la Nueva Limeña apresados por el
Potrillo en el momento de entrar al puerto de Coquimbo? Las expectativas que
habíamos tan intensamente acariciado de que llegaría en salvo a Chile, de que
contaría al Gobierno de aquel país la historia de nuestras desgracias, y de que
pronto recibiríamos algún socorro que mitigase nuestros sufrimientos, se
desvanecieron en un instante. No podíamos distinguir las vociferaciones del
populacho, hasta que al aproximarse los presos adonde nos hallábamos fueron
reconocidos por nuestros compañeros de La Perla. Esos presos fueron encerrados
en el calabozo vecino al nuestro, habiendo sabido que habían sido capturados
por causa de su propia incuria, pues durante tres días estuvieron de tal modo
ebrios, que no hubo hombre que pudiera manejar el timón.
Septiembre 5.-
Hemos sabido que los oficiales de La Perla que estaban en el hospital de
Bellavista, ya convalecientes, han obtenido permiso del virrey para recorrer el
pueblo bajo la custodia de un centinela.
Septiembre 10.-
Hemos redactado un memorial para ser presentado al virrey por uno de nuestros
hombres aherrojados en solicitud de que se les alivie su situación; pues hemos
tenido noticia que vendrá mañana al Callao en gran pompa para asistir a un
soberbio espectáculo, [157] cual es el de botar al agua un bate fabricado para
el uso de la aduana... Supimos que tiene por costumbre visitar una o dos veces
en el año las cárceles, y que generalmente con tal motivo concede libertad a
algunos presos.
Septiembre 11.- El
pueblo del Callao estuvo en pie esta mañana antes de que el sol saliese y todo
el mundo en la cárcel anda atareado en los preparativos para la recepción del
virrey. La plaza situada al frente de nuestra prisión estaba atestada de gente
a la salida del sol, y antes de las diez ya se hallaban todos por extremo
impacientes. A eso de las once, la multitud abrió calle y pudimos disfrutar de
la vista de cuerpo entero de su excelencia don Fernando de Abascal y Sousa,
virrey del Perú, marqués de la Concordia, etc., etc., acompañado de numerosos
oficiales y servidores y de dos bellísimas jóvenes, una de las cuales se nos
dijo que era su hija y la otra una protegida suya. Representaba unos setenta
años, de unos seis pies de alto, de contextura fuerte y, al parecer, en
perfecto estado de salud. Vestía una casaca de diario, y dos grandes
charreteras, con entorchados que le caían casi hasta el codo. Deseoso, como
cualquier mortal, de ser visto y admirado, su Excelencia graciosamente se
sirvió pasar por dos veces muy cerca de nuestra cárcel, a intento [158] de
recibir las súplicas y homenajes de los presos. Pero en esto se equivocó, según
presumo, pues ni uno solo de los de nuestro calabozo lanzó palabra alguna para
desearle salud y prosperidad; nuestro confesor el capellán de La Perla murmuró
por lo bajo: «hijo de una grandísima p...»
Septiembre 12.-
Nuestra tripulación presentó al virrey una solicitud manifestándole el desigual
castigo que sufrían los que se daban como culpables de un mismo delito;
expresando que no sólo los marineros, pero aun oficiales que ocupaban situación
expectable en sociedad, ciudadanos de los Estados Unidos, habían sido
condenados a trabajos forzados en las obras públicas, con desprecio de su
reputación y daño de su salud; al paso que simples marineros, súbditos de su
Majestad británica, andaban sueltos, sin exigírseles trabajo alguno, ni tampoco
al contramaestre de La Perla, aunque de rango inferior a algunos de los
peticionarios; solicitando la intervención de su Excelencia para que se les
hiciese justicia.
En respuesta,
dispuso el virrey que un oficial de ingenieros se acercase a los peticionarios,
autorizándole para concederles el alivio que estimase conveniente. Ese
caballero vino al siguiente día a la cárcel, y ordenó que se quitase los
grillos a nuestra gente y se la colocase [159] en el mismo calabozo con los
ingleses. En este punto, el ayudante, que es nuestro más inveterado enemigo,
intervino para decir que si se les quitaban los grillos, no habría en el Callao
cárcel suficientemente fuerte para tenerlos en seguridad, y que, en tal caso,
no se hacía responsable de su custodia. Fue inútil que hiciesen presente la
miserable situación en que se veían, en país extraño, sin amigos ni recursos, y
que, así, aunque se les ofreciera ocasión, no podrían disponer de medios para
escaparse, etc. El oficial hubo de revocar su orden, pero expresó que daría
cuenta al virrey y que en seis u ocho días volvería.
Septiembre 13.-
Esperamos que nuestros sinsabores han de terminar pronto. Hoy día recibimos una
carta de nuestro amigo mister Curson, en la que incluía el siguiente decreto:
«Después de oído
el parecer de nuestra Real Audiencia de este virreinato por lo relativo al
expediente de los prisioneros tomados en el buque La Perla y en el bergantín
Potrillo, cuyas naves salieron de Valparaíso con el propósito de atacar el
corsario real llamado el Warren, y teniendo presente que el actual estado de
las cosas no permite se siga un juicio en forma, conforme a lo dispuesto por
las leyes, en vista de no constar hasta dónde llegan los delitos que han
cometido, y considerando que con la remisión de los oficiales [160] y
tripulaciones de los dichos buques La Perla y el Potrillo al puerto de donde se
hicieron a la velas este virreinato se excusará de los gastos y molestias que
su más dilatada permanencia aquí ha de ocasionar, hemos resuelto, y en
consecuencia decretamos, que deben ser remitidos al lugar de donde partieron,
en los buques que al presente se alistan para dirigirse a la costa de Chile, y
desembarcados en ese país a efecto de que sean devueltos a sus hogares, previo
juramento que cada uno de ellos prestará de no tomar otra vez armas, ni
enrolarse en expedición, ni ejecutar hostilidad alguna en contra de este
virreinato. El corregidor de la ciudad se encargará de que se embarquen en
corto número en cada nave, y hasta entonces permanecerán en su prisión.-
Concordia.»
Hemos sabido que
este decreto se dictó a consecuencia de la pérdida del buque Thomas, que salió
de este puerto con cerca de treinta oficiales y algunos soldados y llevando una
fuerte suma de dinero, con dirección a Concepción, antes que la noticia de la
rendición de aquella plaza a los patriotas llegase aquí. Sin saber el cambio
que se había verificado, y engañado por haber visto flamear en el puerto la
bandera española, echó anclas, y cayó así por entero en poder de los patriotas.
Se rindió sin hacer resistencia alguna. [161]
El 1.º se dejaron
ver varias naves del lado afuera del puerto del Callao, que se creyó serían de
alguna expedición chilena. Se trató de armar cuatro o cinco buques mercantes,
para que saliesen a atacarlas en unión con la corbeta de guerra el Mercurio;
pero tan luego como la gente que había sido reclutada para el objeto llegó a
bordo, se desertó, y esto a la luz del día, en los botes de los mismos buques.
Septiembre 21.- He
vuelto a estar enfermo atacado de calenturas intermitentes durante algún
tiempo. Solicité varias veces permiso para que se me permitiera trasladarme al
hospital, lo que sólo se me concedió hoy.
Septiembre 23.- La
escuadrilla bloqueadora ha desaparecido. Mientras permaneció a la vista, fuimos
tratados con mucho rigor, y se nos registró para descubrir los papeles que
guardásemos por si resultase que estábamos en comunicación con ella. Yo tenía
mi diario, y el capitán Barnewall la carta que había escrito al Gobierno de
Chile, escondidos dentro de un cántaro, que así logramos escapar
afortunadamente. Los buques en los que esperábamos embarcarnos para Chile han
salido. Nuestras esperanzas todas se han desvanecido. Me siento ahora muy
deprimido, y como nuevo motivo de pesar he encontrado aquí a nuestro amigo
García, quien me contó que durante la travesía habían hablado un buque, [162]
que les dio la noticia de la toma de Concepción, y que al punto destruyó las
cartas de que era portador, temiendo que pudiera pasar por sospechoso, y que al
desembarcar le metieron a la cárcel. Agrega que cuenta en Lima con tan
influyentes amigos, que espera que en un día o dos más será puesto en libertad.
Octubre 6.-
Nuestro amigo García ha sido puesto en libertad, mejorado ya de su enfermedad.
Hoy estuvo en el Callao para ver al capitán Barnewall, de quien me trajo una
carta, en la que me informaba que le había ido a visitar mister Curson,
llevándole una orden del virrey autorizándonos para poder pasearnos por el
patio del castillo desde la salida hasta la puesta del sol. Este permiso fue
otorgado en vista de una petición hecha por mister Curson en nuestro favor. Y
como este documento dará a usted una idea de las benévolas y desinteresadas
gestiones de este caballero, lo copio aquí, pues nuestra gratitud pide que se
haga público:
«A su Excelencia
don Fernando de Abascal, virrey del Perú, etc., etc. Mister Samuel Curson, con
el más profundo respeto ruega se le permita dirigirse a Vuestra Excelencia, y
dice: Que ayer ha visitado en la cárcel llamada de Casas-Matas, ante sus
reiteradas instancias, a mister E. Barnewall, ciudadano de los Estados Unidos,
que me ha dicho hallarse allí preso y [163] gravemente enfermo, como también a
mister S. B. Johnston, de la misma nacionalidad, a intento de prestarles alguna
asistencia médica, y cooperar, a medida de mis fuerzas, a los benignos
propósitos de Vuestra Excelencia para procurar el restablecimiento de la salud
de ambos.
»Encontré en las
Casas-Matas únicamente al primero, quien me pidió hiciese saber en su nombre a
Vuestra Excelencia la deplorable situación en que se veían, tanto él como
muchos compatriotas suyos presos en aquella fortaleza; que al presente se
sentía muy enfermo, después de haber sufrido varios ataques de fiebre, como
también su compañero Johnston, que se hallaba por entonces en el hospital de
Bellavista, y que, a no permitírseles un cambio de aires y de clima, perderían
por completo su salud y probablemente sus vidas. Por tanto ruega a Vuestra
Excelencia que a ambos se les permita ser trasladados a la ciudad de Lima para
cambiar de temperamento, con condición de quedar sujetos a la vigilancia del
corregidor y de no presentarse en público, ni mantener comunicación política o
correspondencia con persona alguna, bajo apercibimiento de ser otra vez
devueltos a la prisión en que se hallan.
»Pidiome,
asimismo, que pusiese en conocimiento de Vuestra Excelencia que todos sus
compatriotas apresados junto con él, fueron aherrojados el [164] 9 de junio
último y condenados a trabajar en las obras públicas en compañía de reos
penados, sin que se les hubiese notificado orden o decreto alguno de Vuestra
Excelencia para ello, rogando a Vuestra Excelencia que tenga a bien relevarlos
de semejante degradante castigo, considerando, además, que lo sufren desde hace
ya ciento diez y ocho días y la pena que ha de causar a sus familias y amigos,
algunos de los cuales son personas de las más respetables de los Estados
Unidos.
»Por mi parte,
puedo asegurar a Vuestra Excelencia que esta exposición es perfectamente
exacta; que ambos, Barnewall y Johnston, se hallan gravemente enfermos, y que
sus compatriotas están con grillos, como se asegura; y es igualmente cierto que
el comandante del fuerte, a quien interrogué sobre el particular, me declaró
que no había recibido orden alguna de Vuestra Excelencia a ese efecto.
»Por tanto, en
nombre del dicho Barnewall, suplico con todo rendimiento a Vuestra Excelencia
que se sirva ordenar su traslado y el de su compañero y disponer que se alivien
los sufrimientos de los demás sus compatriotas, ofreciendo responder con su
persona y bienes respecto al aislamiento y conducta que deben observar los
dichos Barnewall y Johnston mientras permanezcan en el país, y hacer cuanto
estuviere de mi parte para procurarles a ellos y al resto [165] de sus demás
compatriotas pasaje para Estados Unidos. Espero confiadamente una decisión
favorable a esta súplica de la bien conocida justicia y generosidad de Vuestra
Excelencia.- Samuel Curson».
Octubre 13.- Vino
un oficial al hospital a decirme que me preparara para embarcarme
inmediatamente para los Estados Unidos.
¿Cómo podré hallar
palabras con qué pintar el placer que experimenté al oír que volvía de nuevo a
la libertad y a la vida? Mi corazón, que comenzaba a enfermarse con calamidades
que se iban aumentando día por día, recobró de nuevo su energía y sensibilidad
perdidas ya de tiempo atrás, y me erguí como si hubiese salido del sepulcro. La
idea de volver a ver mi patria y de abrazar a mis parientes y amigos, cosa de
que a menudo había desesperado durante mi prisión, fue como la irrupción de un
torrente en mi ánimo y me hizo derramar lágrimas de alegría. Al principio dudé
de la realidad de lo que oía, atribuyéndolo a espejismo de la fantasía, que de
antes tan a menudo me otorgaba la libertad en sueños, y creía que al despertar
iba a hallarme otra vez prisionero; para oír el estridente chillido y
terrorífico sonar de las cadenas; para ver los pálidos destellos de un mísero
candil, que parecía apagarse con el aire viciado y fétido del calabozo tan débilmente
alumbrado; [166] y oír de nuevo la voz del «ceñudo centinela», que tantas veces
turbó el sueño que apenas podía conciliar. Pero no: ¡eso era verdad!
Nos pusimos en
marcha inmediatamente para el Callao hasta llegar al puesto de la guardia,
donde hallé al capitán Barnewall con los demás mis compatriotas, y una vez
todos reunidos, se nos tomó juramento de que no volveríamos a empuñar armas
contra el virrey del Perú, y en seguida continuamos nuestro camino para el
muelle. En diez minutos, el Hope estaba en marcha, dando por nuestra parte
repetidos adioses a nuestros calabozos y cadenas. Tal fue como, después de un
encierro de cinco meses y trece días, fuimos libertados de manera tan
inesperada y extraordinaria. Cierto es que se nos despachaba para los Estados
Unidos, pero tenían de sobra motivos para creer que debíamos tocar en
Valparaíso (pues el Hope partió del Callao con más de cincuenta personas a
bordo y con provisiones que no alcanzarían ni para dos meses), en cuya
eventualidad, sus enemigos habrían de obtener, sin duda alguna, abundantes
informaciones acerca del estado de los negocios públicos en Lima.
Estamos por
extremo obligados a mister Samuel Curson, comerciante establecido en Lima, por
los muchos servicios que nos prestó durante nuestra prisión, y por haber sido
[167] el autor de nuestra libertad. No tenía amistad con ninguno de nosotros
antes de nuestra llegada; supo entonces que algunos norteamericanos estaban en
apuros, y, al punto, su alma generosa se apresuró a tendernos una mano compasiva;
se valió de letrados para abogar por nosotros y abrió su bolsa para socorrer
nuestras necesidades, sin cuyo auxilio habríamos visto aumentarse nuestros
sufrimientos con el hambre, y esto, en circunstancias que se estimaba que sólo
con nuestras vidas podríamos pagar lo aborrecible de nuestros delitos; pero
supo que estábamos en peligro, que sufríamos por una buena causa, y esto bastó.
A mister Gambini,
que actuó como intérprete en nuestro proceso, somos deudores de servicios que
la prudencia me obliga a silenciar, salvo que algún imprevisto accidente los
lleve a conocimiento del virrey para su daño. Empero, deben siempre ser
recordados con gratitud.
A don Manuel
García y a otros chilenos somos también deudores de los servicios ya indicados,
y a algunos señores militares de los que solían montar la guardia del castillo
les quedamos reconocidos por las pequeñas concesiones que solían otorganos, que
por no haber sido solicitadas, deben estimarse en más.
Octubre 14.-
Levanteme temprano; el tiempo [168] casi en calma, el cielo sereno y los suaves
céfiros jugueteando a nuestro alrededor, todo se juntaba a mi silenciosa
gratitud al Todopoderoso, que dispone de las cosas, para hacerme comparar esta
consoladora escena con aquellas de miseria y degradación de las que acababa de
salir; la comparación era por extremo grata; mas, ¿quién ha disfrutado jamás de
una felicidad tan entera para no sentir algún desagrado? Acordábame de mis
compañeros que dejaba atrás, sintiendo en el alma que no se hallaran con
nosotros; que, a haber sido así, mi felicidad habría sido completa.
De usted, etc.
[169]
Carta octava
Llegada a Valparaíso.- Ojeada sobre el Callao y el aspecto de
los negocios políticos
Valparaíso, 8 de noviembre de 1813.
Querido amigo:
Llegamos aquí el 8
del presente, después de una favorable navegación de veintitrés días, y al cabo
de una ausencia de más de seis meses.
Durante mi
permanencia en el Callao, la dominación española parecía hallarse vacilante. El
ejército de Buenos Aires, mandado por el general Belgrano, avanzaba rápidamente
en dirección a la misma capital del Perú; el ejército realista estaba casi
totalmente destruido, y dondequiera que trataba de detener a Belgrano podía
contar seguramente con un fracaso, a tal punto, que el virrey se vio derrotado
en todas partes, y con sus recursos agotados por completo, a cuya causa le era
imposible incrementar sus fuerzas en el Alto del Perú o [170] en Chile.
Añadíase a esto que un marcado espíritu de oposición se hacía sentir en la
capital, producido por las muchas privaciones que se experimentaban a causa de
la guerra con Chile, una de las cuales era la escasez de artículos alimenticios
y el descontento que asomaba sin rebozo entre sus míseras tropas, a las que se
veía en la imposibilidad de vestir y de pagar. Bajo tales desventajosas
circunstancias, no era difícil suponer que había de tratar de llegar a un
avenimiento, por lo menos, con Chile. Pero desplegando una firmeza digna de
mejor causa, parecía resuelto a subyugar a las alteradas provincias de Buenos
Aires y Chile, o que caería del mando, sepultado entre sus ruinas.
El hecho siguiente
dejará ver con claridad el estado de agotamiento a que había llegado el antes
opulento reino del Perú.
En el mes de
septiembre último, cierto militar presentó un memorial al virrey, ofreciendo
apoderarse del puerto de Valparaíso si su Excelencia le confiaba el buque
Warren con quinientos soldados y doscientos marineros, fuerza que consideraba
suficiente para realizar la empresa. Se estudió la propuesta en consejo, en el
que, sin duda alguna, se estimó realizable, y sin embargo, hubo de
abandonársela por ser imposible reunir los fondos necesarios. [171]
La ciudad del
Callao ofrece un pobre aspecto, habitada como se halla especialmente por
pescadores y gente de mar, y puede que cuente tres mil almas. El fuerte o
castillo, como se le llama, es el único sitio que pretendo describir. El
castillo Real de San Felipe es un macizo fuerte semicircular, y ocupa cerca de
veinte acres de terreno. En el centro tiene una amplia plaza de cerca de cuatro
acres, que constituye un hermoso campo de maniobras. A la derecha se hallan los
cuarteles, lo suficientemente extensos para alojar cinco mil hombres, y a la
izquierda (que a no ser así, habría constituido un punto débil) están situadas
las Casas-Matas, edificio fuerte, defendido en la parte alta por cañones y
morteros, y por dos ciudadelas al frente. Esta construcción encierra tres salas
principales o cárceles, cada una de noventa pies de largo y treinta de ancho, y
de quince a diez y seis de alto, con un pasillo estrecho por el frente de las tres.
La cárcel del centro no tiene puerta frontera, sino una ventana con barrotes
muy fuertes, que nacen desde el suelo y llegan hasta el techo; el piso se halla
a cuatro o cinco pies debajo de tierra, pavimentado con enormes losas de
piedra. La cárcel de la derecha y la de la izquierda están provistas de una
puerta de rejas; pero carecen de ventanas. Para llegar a la prisión del centro,
que era en la que yo estaba encerrado, [172] es preciso pasar por la de la
derecha, y en seguida entrar a ella por una puertecilla. El muro interior está
hermosamente estucado y descansa sobre cuatro arcadas de aspecto imponente.
Ésta ha sido desde muchos años atrás cárcel de contrabandistas, y sus murallas
se ven cubiertas con nombres de americanos e ingleses, que han sido en ella
encerrados. Cuando entré por primera vez a este sitio, me pareció tan obscuro
que no pude leerlos; pero al cabo de cuatro días ya los distinguí
perfectamente.
A la izquierda de
las Casas-Matas se halla la residencia del gobernador, y a la derecha, el
departamento de oficiales, ambos de un solo piso. Están montadas en las
murallas, según se me dijo, como unas ochenta piezas de artillería. Encierra
dos torres circulares de piedra, como de unos sesenta pies de altura, que
sirven de almacenes, y en lo más elevado se hallan los masteleros de señales.
Los subterráneos de estos edificios han sido usados como celdas solitarias;
pero sólo en casos de alta traición o de grandes crímenes perpetrados por
individuos empleados en el real servicio. Una de ellas se llama la Torre del
Rey, y la otra de la Reina. La entrada de la fortaleza está defendida por un
puente levadizo, y toda ella circundada por un foso de diez y seis pies de
ancho. [173]
Durante nuestra
permanencia en el Callao, el capitán Barnewall y yo sufrimos mucho por causa de
la insalubridad del clima. En un principio se nos envió al hospital para ser
curados allí. Está situado en una pequeña y deleitosa aldea, a cerca de una
milla del Callao, llamada con verdad Bellavista, y si no hubiese sido por la
crueldad de amarrar con cadenas a los enfermos en sus lechos, diría que era un
estable, cimiento bien dirigido. Cuando, ya mejorado, hube de abandonar ese
sitio para volver de nuevo a mi antigua prisión, la humedad y su triste aspecto
me producían pronto tan considerable abatimiento que tenía que ser llevado de
nuevo al hospital. Mi regreso a las Casas-Matas era seguido pronto de otra
recaída, habiéndoseme negado durante largo tiempo el privilegio de retirarme a
Bellavista, y vístome así obligado a soportar el doble sufrimiento de la
enfermedad y de la desesperación, en un calabozo calculado para quebrantar la
constitución del hombre más fuerte y robusto. En esos días, los prisioneros
tomados en La Limeña fueron encerrados en el departamento vecino al nuestro,
encadenados de a dos en dos, de tal modo, que cuando hacían el menor movimiento
el sonido repercutía (a causa de la peculiar construcción del edificio), y
producía un ruido tremendo. Considere, amigo mío, cuáles serían mis
impresiones, trabajado por [174] el delirio de la fiebre y un terrible dolor de
cabeza, a la triste hora de la medianoche, cuando hasta la voz de un amigo
resultaría molesta, cómo tendría que soportar el estruendo de las cadenas y el
oír las palabras más soeces y obscenas, salidas de boca de aquellos míseros e
infelices tripulantes de La Limeña, que sabían hallarse allí a un paso de la
eternidad.
A nuestra llegada
a Valparaíso, el capitán Barnewall indujo al capitán Chase a que se dirigiera a
tierra en un bote antes de que el buque fondeara, para que llevara una carta al
gobernador, en la que se apuntaban los nombres de todos los que habían tomado
parte principal en el complot, antes de que tuvieran noticias de nuestro arribo
y lograran escaparse. En la tarde, el capitán Barnewall y yo fuimos a ver al
gobernador, que nos recibió de la manera más cordial. Nos contó que Rodríguez
había sido preso, y que el portugués, en cuya casa se fraguó la conspiración,
había sido ya desterrado a Mendoza, ciudad del lado oriental de las cordilleras,
por virtud de los denuncios que hizo mister King, el maestre de La Perla,
quien, como se dijo, se arrojó al mar al ver estallar el motín. Su Excelencia
nos contó también que ese señor llegó a la orilla tan extenuado, que no pudo
articular palabra antes de pasadas varias horas; que, a [175] no haber sido por
eso, en su concepto, el bote de la aduana nos habría alcanzado y dádonos la
noticia en tiempo oportuno para evitar la pérdida del bergantín. Contonos,
asimismo, que el Gobierno de la nación había trasladado su sede a Talca y
encargado el mando de Santiago a don Joaquín de Echevarría, de quien él
dependía, significándonos el deseo de que uno de nosotros se dirigiera a la
capital tan pronto como fuera posible. El capitán Barnewall, deseando con ansias
denunciar a la indignación pública a los autores de aquella vil conspiración,
y, a la vez, suministrar al Gobierno cuanta información tenía relativa a los
sucesos políticos del Perú, partió de Valparaíso para Santiago en la misma
noche, y yo le seguiré mañana.
Ha habido varias
revueltas civiles desde la fecha de mi última, de todas las cuales he de dar a
usted una información detallada en la primera oportunidad que se ofrezca.
De usted, etc.
[176] [177]
Carta novena
Curso de la Revolución
Santiago, 31 de diciembre de 1813.
Querido amigo:
Llegué a esta
ciudad el día 8 último y encontré al país en un estado lamentable. Los
Carreras, después de haberse apoderado de Concepción, permitieron que el enemigo
se retirara al interior y se fortificara de tal modo en la ciudad de Chillán,
que bien pudiera resistir a las fuerzas a todo el país. Los Carreras y la Junta
riñeron de manera bastante acre; aquéllos habían permanecido inactivos en
Concepción, y la otra se trasladó a Talca, resolviendo levantar un nuevo
ejército para impedir al enemigo que llegase a la capital, y así, dividiendo
sus fuerzas, habían conquistado ellos mismos casi por entero el país. Los
antiguos miembros de la Junta habían sido separados, o disgustados, presentaron
sus renuncias, y en su lugar fueron nombrados ardorosos partidarios [178] de
los Larraín. La Junta ha aumentado su ejército a tal punto, que puede
contrarrestar al de los Carreras, y en estos últimos días se les ha exigido que
se retiren. El general M'Kenna se ha recibido del mando del ejército de
Concepción, que le fue entregado sin oposición por Carrera, y se espera hoy en
día confiadamente que serán capaces de arrojar al enemigo del territorio
nacional.
Ignorantes a
nuestra llegada de las disensiones intestinas que reinaban en Talca, el capitán
Barnewall, después de haber dado cuenta de la pérdida de La Perla y del
Potrillo, presentó un memorial a la Junta en solicitud de que se concediese a
él y a la tripulación alguna indemnización por las pérdidas que habían sufrido
en esa expedición. Esta petición se puso en manos de nuestro cónsul, que
interpuso sus influencias en nuestro favor, sin que, aun por este medio,
obtuviésemos algo. La expedición había sido ideada por los Carreras, y se nos
consideraba, así, como sus partidarios, a cuya causa no se nos estimaba dignos
de la menor consideración. En respuesta a su comunicado oficial, el capitán
Barnewall tuvo, sin embargo, la satisfacción de que le llegase el siguiente de
la Junta:
«Hemos recibido el
oficio de usted relativo a la pérdida del buque La Perla y del bergantín
Potrillo. Estamos plenamente convencidos [179] de que ese hecho se produjo a
causa de una pérfida traición, y quedamos también informados de las penalidades
que usted ha experimentado durante su cautiverio. La nación se halla satisfecha
del mérito de usted, y sus representantes deliberan actualmente la manera de
premiar y distinguir a los que se han conducido como fieles en este incidente.
»Dios guarde a usted
muchos años.- Talca y diciembre 3 de 1813.- José Miguel Infante. Agustín de
Eyzaguirre.- José Ignacio Cienfuegos.
»A mister Edward
Barnewall, Santiago.»
Este documento,
aunque por extremo grato para nosotros, no nos era de provecho para atender a
las necesidades de la vida. La tripulación se hallaba pereciendo, de hambre, y
ni el capitán Barnewall ni yo podíamos prestarles el menor socorro. Quizás
hubiéramos tenido que soportar en Chile el pasar muchas noches sin cenar, como
nos había acontecido en Lima, hallándonos al servicio de este país, a no haber
encontrado un amigo generoso en el capitán M. Monson, el antiguo propietario
del Potrillo, quien, no sólo suplió nuestras necesidades, sino que hasta nos
trató con esplendidez.
Luego de recibir
el capitán Barnewall la carta dicha, dirigió a la Junta otra representación,
pintando la verdadera situación en que [180] se hallaban él y todos los que
habían estado a sus órdenes, solicitando que, por lo menos, se les mandase
pagar sus sueldos devengados, con lo que podríamos contratar pasaje para
regresar a Estados Unidos. Hasta ahora, a pesar de haber transcurrido más que
sobrado tiempo, no hemos recibido contestación. Presumo que la Junta estará
deliberando acerca del modo con que «ha de premiar y distinguir» a los que han
trabajado con fidelidad para servir la causa del país.
Antes de cerrar
esta carta, no puedo menos de recordar una anécdota que pinta la generosidad
americana y la tacañería chilena. Cuando el capitán Chase reclamó del gobernador
de Valparaíso alguna indemnización por habernos traído desde el Callao, su
Excelencia contestó que no podía tomar sobre sí la responsabilidad de esta
medida y expresó al capitán Chase que esperase hasta que llegase contestación
de la Junta, la cual no dudaba había de gratificarle de la manera más liberal.
La Junta autorizó a dicha Excelencia don Francisco de la Lastra, gobernador de
Valparaíso, para que otorgase al capitán Chase la razonable remuneración que
estimase le era debida en justicia.
Este sabio
gobernador, después de madurar la cosa durante tres o cuatro días más, señaló
la suma enorme de 200 pesos, con la cual aseguró [181] el capitán Chase que
escasamente había podido sufragar los gastos de nuestra manutención y que
esperaba se le diesen por lo menos mil. No pudo su Excelencia ser reducido a
que cambiase de parecer, y el capitán Chase hubo de abandonar a Valparaíso sin
recibir otra compensación. Tal resolución implicaba una manifiesta violación de
los principios más elementales de vulgar justicia y honradez. El capitán Chase
tenía prestados servicios de primera importancia al país, en cuyo desempeño
había arriesgado su libertad personal y su fortuna. Libró de la cárcel y de los
grillos a varios individuos apresados en su servicio, a quienes estaban
obligados bajo todos conceptos a proteger y considerar como a sus propios
connacionales, tanto más, cuanto que habían sido portadores de valiosas
informaciones referentes al estado presente de las fuerzas enemigas: servicios
que en algunas naciones le habrían hecho merecer a él una fortuna de príncipe y
ser acreedor a la gratitud y estima de la nación entera. Al desembarcarnos en
Valparaíso, el capitán Chase se expuso a ser capturado y a una condena segura
en caso de haber caído en poder de algún corsario limeño.
Varios marineros
de la dotación del Potrillo se embarcaron en el Hope, encontrando para ellos
imposible poder mantenerse hasta [182] que se recibiese contestación de la
Junta; y su Excelencia el gobernador no quiso tomar sobre sí la pesada
responsabilidad de pagar a tres o cuatro marineros sus sueldos de seis meses, y
con toda falta de generosidad y justicia consintió en dejarlos partir sin
abonarles un solo centavo. Adiós. [183]
Carta décima
Intervención de los ingleses.- Disolución de la Junta y
nombramiento de un director supremo en su lugar.- Partida para los Estados
Unidos
Valparaíso, 27 de abril de 1814.
Querido amigo:
Allá por el 5 de
febrero último arribó a Valparaíso la fragata de S. M. B. Phbe, al mando del
comodoro James Hillyar, en conserva con las embarcaciones de guerra Cherub y
Racoon, desde el Callao. En estas naves vinieron como pasajeros los oficiales
de La Perla.
El comodoro
Hillyar informó al gobernador de Valparaíso, don Francisco de la Lastra, que
venía autorizado por el virrey del Perú para ofrecer ciertas condiciones de
paz; y se corrió que Hillyar emplearía sus fuerzas en favor del virrey en caso
que se desechasen sus proposiciones.
Dedújose esto último en vista de la
sumisión absoluta que el gobernador manifestó a [184] las insinuaciones del
emisario inglés, de tal modo que pudo decirse que empezó a gobernar el país
desde el punto mismo en que echó el ancla en Valparaíso.
Al llegar a
Valparaíso, el comodoro Hillyar encontró fondeada en el puerto a la fragata
Essex, de los Estados Unidos, comandante Porter, y un buque apresado, que había
sido armado en guerra, nombrado Essex Junior. Inmediatamente procuró ganarse la
voluntad del gobernador para apoderarse de los dos buques allí fondeados; pero
aquél lo remitió a la Junta, entre la cual e Hillyar es indudable que medió
alguna correspondencia sobre el particular.
Yo vi una carta
del comodoro Hillyar a la Junta, rotulada como «privada y confidencial»,
quejándose de no haber recibido oportunamente respuesta a una anterior
comunicación suya, y en demanda de una contestación a otra referente a los
buques americanos «que están aún en el puerto de Valparaíso».
Según lo que se desprende
de esta carta, es seguro que, o había solicitado permiso para apoderarse de
ellos en la bahía, o exigido que se les hiciese salir; y no es menos indudable
que el pusilánime gobierno de Chile prestó oídos a estas proposiciones y se
manifestó dudoso respecto a la línea de conducta que seguiría. [185]
Las condiciones
ofrecidas a Chile por el virrey y por intermedio de Hillyar fueron:
1.ª Que Chile
debería reconocer la soberanía de Fernando y disolver la actual Junta,
restableciendo el antiguo Gobierno en la forma que antes tenía.
2.ª Que las tropas
de Lima evacuarían el territorio de Chile, llevándose consigo sus armas y
elementos de toda especie.
3.ª Que se
autorizaría a Chile para abrir sus puertos al comercio de Inglaterra.
Todo lo cual significaba, con poca diferencia,
la absoluta sumisión al virrey del Perú, y, en cambio, los chilenos podrían
disfrutar de la ventaja de comerciar con los ingleses.
Ante una
proposición tan humillante, cualquier pueblo que hubiese poseído la menor
noción de patriotismo, no habría podido dudar ni un instante. Por esos días, el
ejército enemigo se hallaba encerrado en una ciudad del interior, reducido a un
mero esqueleto comparado con el de la nación, y si bien se les había dejado
atrincherarse fuertemente, podían al cabo ser compelidos por hambre a aceptar
la capitulación que se les ofreciese. A pesar de estas ventajas que obraban en
su favor, la Junta se sintió poseída de pánico y hubo de dar una respuesta
evasiva a estas proposiciones.
Ambos ejércitos permanecieron inactivos
[186] hasta el 1.º de marzo, más o menos; no se efectuó movimiento alguno por
ninguno de los bandos y uno y otro manifestaban procurar colocarse en situación
de obrar a la defensiva más que a la ofensiva. El ejército de Concepción,
después que Carrera quedó separado de su mando, fue disminuyéndose por la
deserción, hasta verse reducido a un mero esqueleto, y muchos de sus desertores
se fueron a reunir a los realistas en Chillán.
El enemigo ha
recibido ahora refuerzos y audazmente tomó el camino de la capital. La Junta,
en vez de permanecer en Talca para defender la plaza, se hizo acompañar de una
fuerte escolta y se dirigió a la capital, dejando en Talca un puñado de
hombres, que fueron sacrificados al enemigo.
Cuando estas
noticias llegaron a la capital el 6 u 8 de marzo, el terror, el abatimiento y
la confusión se apoderaron de todas las clases sociales.
Se acusa
abiertamente a la Junta de haber procedido con el más palpable descuido, y hubo
fuertes sospechas de que había vendido al país. Al día siguiente de su arribo,
ciudadanos, empleados públicos y magistrados celebraron una reunión a fin de
acordar las medidas más convenientes que pudieran adoptarse por el momento para
organizar la defensa. En esta reunión, el jefe que mandaba la [187] artillería,
el cuerpo más fuerte que había en la capital, pronunció un largo discurso, en
el que reconoció que allí estaba bien representada la voluntad del pueblo, y
que, tanto él como las tropas que mandaba, acatarían cuanto se resolviese.
Acordose entonces
por la asamblea que una Junta de tres individuos no podía ejercer el mando con
aquel vigor y decisión que la presente crítica situación del país exigía. Se
designó inmediatamente una comisión de tres personas para que informase de las
medidas que pudieran tomarse a fin de atender a la seguridad de la capital, y
se envió una guardia al Palacio para evitar que la Junta se dispersara antes de
que la asamblea hubiese tomado resolución acerca de ella.
La comisión
informó que era de todo punto necesario nombrar una persona que tuviese a su
cargo el mando con poderes ilimitados, hasta que los negocios de la nación se
asentasen, dejando la elección a la voluntad del pueblo reunido.
Don Francisco de
la Lastra, gobernador de Valparaíso, y don Antonio José de Irisarri fueron los
únicos dos propuestos. Se tomó votación y en virtud de ella Lastra fue nombrado
supremo director de Chile e Irisarri designado para reemplazarle hasta que
aquél llegase de Valparaíso. [188]
Estos acuerdos
fueron seguidos de las medidas más enérgicas. Se obligó a la Junta a firmar un
decreto autorizando las resoluciones de esa asamblea y declarándose ella misma
disuelta. Se mandó enrolarse al pueblo de la capital sin excepción alguna, y
todos los realistas fueron tomados y enviados presos a bordo de los buques
surtos en Valparaíso.
Estas medidas
fueron dictadas por Irisarri y sancionadas por el pueblo; pero, a la llegada de
Lastra, se tomó otro camino, que manifestaba claramente el deseo de llevar las
cosas a término con la menos efusión de sangre que fuese posible.
Lastra, que es
actualmente supremo director, o en buen inglés, el rey de Chile, había llegado
a Valparaíso hacía unos diez y ocho años, como guardia marina de un buque de
guerra español. Aquí abandonó el servicio, y habiéndose casado con una dama
acaudalada, se estuvo disfrutando de completa ociosidad, que tanto agrada al
temperamento del alma española. Permaneció alejado de los negocios públicos
hasta la subida de Carrera a la presidencia, cuando, a causa de ciertas
relaciones de parentesco que les ligaban, fue nombrado mayor de ejército y muy
poco después designado para gobernador de Valparaíso. [189]
Cuando el poder de
los Carreras estuvo camino de desvanecerse, bien pronto olvidó que formaba
parte de esa familia y que a ella le debía la situación de que gozaba, y ante
la esperanza de retener su cargo, se convirtió en ardiente partidario de la de Larraín.
José Miguel
Carrera se había manifestado siempre por extremo afecto a las ideas
norteamericanas y tratado a los ciudadanos de Estados Unidos que residían en el
país con toda clase de consideraciones, al paso que hacía poco caso de las
excelentes cualidades de muchos súbditos feudatarios de su Majestad británica,
conjeturando que, a pesar de la profesión de patriotismo que hacían, debían
todavía conservar su apego a esos preciosos principios de la realeza, ciega
sumisión a los reyes y a la infalibilidad de éstos, que habían aprendido desde
niños, y por tal causa se abstenía de depositar en ellos una confianza
ilimitada.
Cuando el partido
de los Larraín subió al poder comenzaron los ingleses a gozar del favor del
Gobierno y a ser considerados como oráculos de sabiduría; dieron a conocer al
buen pueblo de Chile el sorprendente grado de libertad de que gozaba el de
Inglaterra, recomendando su forma de gobierno como la más adecuada para el modo
de ser de los chilenos. Aún más, tanta era la ilimitada generosidad del
príncipe regente, que llegaron a insinuar [190] que no les sería imposible, por
su intercesión a favor de Chile, que les tomase bajo la dulce protección de la
vieja Inglaterra, que muchos filósofos chilenos sabiamente estimaban que los
pondría a cubierto de ser conquistados por cualquiera otra nación.
Deseoso de
conseguir mi pasaje de vuelta a mi patria, ofrecí mis servicios al capitán
Porter, y merced a las influencias de nuestro cónsul general, mister Poinsett,
y del capitán Monson, fui nombrado teniente de infantería de marina,
embarcándome en la fragata Essex, pocos días antes de que fuera apresada.
Usted ha de ver el
parte oficial de esta brillante acción, y es así innecesario que intente
describirla. Debo solamente hacer notar que esta carnicería de héroes
americanos, llevada a cabo bajo el alcance de los cañones de una batería que
debió sostener su neutralidad castigando a los que la violaban, se verificó a
causa de la imbecilidad de Lastra, y por obra del que servía el Gobierno de
Valparaíso en esos días, cierto capitán Formas, que había caído en desgracia de
Carrera por cobarde. Si un atentado de esta naturaleza se hubiese intentado
cuando los Carreras estaban en el mando, no trepido en afirmar que la
neutralidad del puerto habría sido mantenida inviolablemente.
Poco después de la
captura de la Essex, el [191] comodoro Hillyar se dirigió desde Valparaíso a
Santiago, a intento de arreglar los negocios públicos de Chile. Desde Santiago
se encaminó a Chillán, para celebrar allí una entrevista con el general limeño.
Nada ha transcendido aún acerca de esto.
Mucha gente
sensata, hasta de la familia de los Larraín, comienza a darse cuenta de los
resultados de la mala política al no haber prestado protección a la Essex. Han
abierto ahora los ojos, y comienzan a comprender que una fuerza inglesa
poderosa se ha de volver en su contra en tiempo cercano; al paso que si
hubieran prestado a la causa americana la protección que tanto la justicia como
su menguada situación aconsejaban, el comodoro Hillyar habría tenido bastante
que hacer con ocuparse de sus naves, y hubieran podido proseguir en la guerra
en la forma que lo hubiesen estimado conveniente, sin ser molestados por la
intervención inglesa.
Según escriben de
Santiago, resulta que se ha recibido allí noticia que las Cortes de España han
sido disueltas y confiádose el mando en jefe del ejército de aquel país a lord
Wellington. Tales nuevas han incrementado grandemente la influencia que ya
tenían los ingleses sobre el débil gobierno de Chile, y no me queda ya duda de
que cualquier plan que proponga Hillyar será implícitamente aceptado. [192]
Vese así a uno de
los países más hermosos del globo, cuya lejanía del viejo mundo le garantiza el
que no sea conquistado, invadido y hasta exento de la funesta influencia de los
poderes de Europa, y cuya situación, con la cadena de montañas, llamadas
cordilleras, al oriente, y por el poniente el Océano Pacífico, el infranqueable
desierto de Atacama por el norte y las heladas regiones de la Patagonia por sus
límites australes, que habrían podido constituirle en el terror de las
provincias americanas, sus limítrofes, se ve sujeta, por sus propias
disensiones internas y por una insignificante fuerza británica, al capricho del
virrey del Perú.
Hubiera Chile
permanecido unido y constante en el mantenimiento de su Gobierno -tal es su
situación geográfica-, habría podido desafiar todo el poder de la madre patria
conjurado contra él. Pero apenas si se ha modificado su antiguo régimen y
seguídose una política más liberal, cuando se ve surgir de entre ellos la
monstruosa figura de la hidra, apartarlos de sus resoluciones y paralizar todo
impulso. Cuando los Carreras subieron al poder encontraron el país dividido en
tantos partidos cuantas eran las familias de nota, estimando cada una que su
jefe era el llamado a desempeñar la primera magistratura. La usurpación de este
cargo por don José Miguel Carrera [193] zanjó la cuestión durante cierto
tiempo; el país avanzaba rápidamente en la senda del progreso y en la ciencia
del gobierno, y lo continuó durante las sucesivas administraciones de Portales
y Prado. Poseía Carrera un sentido cabal de los derechos del pueblo,
manifestando tales talentos en el ejercicio de su cargo, que se impuso al respeto
de todos los partidos.
En esa época, tal
alianza de la virtud y del talento era necesaria en el supremo mandatario de
este país, cual en tan contadas ocasiones suele presentarse para felicidad de
la humanidad. El pueblo acababa de surgir de un estado de la más abyecta
esclavitud, que él y sus antepasados habían sufrido durante siglos. La férrea
mano del despotismo había pesado sobre este país por espacio de más de tres
centurias, y la ignorancia, la superstición y el más ciego fanatismo reinaban sin
contrapeso. Para empuñar las riendas del gobierno de un pueblo que acababa de
salir de tal estado de sujeción, y elevándose de la noche a la mañana al rango
de los hombres libres, antes que el despertar de su criterio político hubiese
aprendido a discernir la libertad y la licencia, era una empresa por extremo
difícil, y exigía talentos no comunes para desempeñarla. Un Washington habría
encontrado amplio campo a sus talentos de estadista y de soldado, y tan [194]
ardua empresa no se habría podido estimar como un objeto indigno de preocupar a
tan grande hombre.
Usted ha podido
observar el incremento del espíritu de partido desde el principio de la
revolución hasta el momento actual, que había concluido a la postre por elevar
a semejante cargo al débil y perverso Lastra.
Las intrigas de
este hombre con los ingleses han reducido al país hasta colocarlo bajo su
entera dependencia, y por completo a merced del magnánimo soberano de las
«apartadas y bien cimentadas islas», cuyo emisario (Hillyar) está en situación
de resolver sobre si colocarlos bajo los paternales abrazos de la madre patria
o tomar posesión del país en nombre de su Majestad británica, lo que, en vista
del confuso estado de las cosas y de lo agotado que está Chile, considero tarea
que no es imposible de realizar por las fuerzas británicas que hay al presente
aquí.
Cartas recibidas
hoy de la capital anuncian que José Miguel y Luis Carrera han caído en manos de
los realistas, a causa de habérseles obligado a salir de Concepción sin la escolta
indispensable para protegerlos hasta hallarse fuera del alcance del enemigo.
Dícese que ambos
son tratados con el mayor rigor, y que están presos con grillos, y que serán
despachados a Lima o a España [195] para ser juzgados allí como reos de alta
traición.
Don Juan José
Carrera, que logró escaparse a la capital, ha sido desterrado del país, como
premio a sus meritorios servicios de estadista y militar, y cuyos brillantes
talentos temía su amado deudo Lastra pudieran eclipsar los suyos propios. En
todo caso, el supremo director ha llegado a la conclusión de que el país ha de
sentirse recargado de talentos y virtudes, mientras vivan en su suelo dos
hombres tan grandes como los Carreras y él.
Se ha largado ya
la vela de trinquete de la Essex Junior y un bote se halla esperando a fin de
llevar esta carta a tierra. Ni el capitán Barnewall, ni yo, ni persona alguna
de la dotación del Potrillo han recibido un solo centavo del Gobierno en pago
de nuestros servicios y sufrimientos prestados y padecidos por su causa. Adiós.
NOTA.- El autor no
se hace responsable de la exactitud de las fechas apuntadas en esta carta, a
causa de haber perdido parte de su Diario al tiempo del apresamiento de la
fragata Essex, y por tal causa se ha visto obligado a suplirlas de memoria.
[196] [197]
Carta undécima
Población de Chile.- Clima.- Producciones.- Usos y costumbres
del país.- Comercio y manufacturas.- Diversiones públicas, etc., etc., etc.
Chile...
Querido amigo:
La población total
de Chile alcanza, según se cree, a un millón de almas, excepción hecha de los
indios no domesticados. La mitad de esta cifra la componen los indios
civilizados, que hablan castellano y se hallan completamente sometidos. Forman
una muchedumbre sencilla e inofensiva, y han sido reducidos a la última escala
de los seres humanos por su pasiva obediencia a la voluntad de los blancos, a
quienes se les ha enseñado a estimar como sus naturales superiores. Esos forman
el cuerpo de los trabajadores de la última clase. Ninguno de ellos sabe leer o
escribir, y muy pocos son los que se ha considerado dignos de que se les
instruya en los [198] trabajos mecánicos más toscos. Un cuarto de la población
se compone de los nacidos en España o de sus descendientes puros, y lo restante
es producto de una mezcla. El número de negros es muy escaso, habiendo cesado
de tiempo atrás el comercio de esclavos africanos. De la clase mezclada salen
los artesanos, y los blancos son los nobles, los hidalgos, comerciantes y
tenderos.
Las diversas
clases sociales se mantienen religiosamente en su ser, a fuerza de antiguos
prejuicios, venerados todavía y profundamente acariciados.
Los nobles
españoles, que de ellos se cuentan unos pocos en Chile, se consideran obligados
en fuerza de su abolengo a mantener el brillo de su posición social. Se les ve
raras veces tratarse con los comerciantes aun los más acaudalados, a quienes
estiman que se hallan colocados un grado más abajo. Juzgan que sólo ellos y sus
descendientes son los llamados a gobernar y ejercer los cargos militares de
importancia. Se creen sobre las leyes humanas y divinas, y aun algunos
sostienen la máxima de que es cosa impropia de la dignidad de un noble español
aprender a leer o escribir, puesto que siempre sus criados podrán hacer sus
veces en esto.
El comerciante
trata al tendero, al abogado o al médico casi con el mismo desprecio [199] en
que él a su vez lo es por el noble; tal como los de la tercera clase miran con
el más profundo desprecio al artesano; quienes, a su turno, estiman por muy
bajo de su dignidad asociarse con sus primitivos progenitores los indios; y
hasta tan increíble exageración se llevan estos prejuicios, que un sastre o
zapatero con un cuarto de sangre blanca sentiría sus mejillas amarillentas
llenarse de rubor, como si le ocurriese una verdadera desgracia, si se le
sorprendiese en un tête-à-tête con una muchacha cocinera de color cobrizo; que
tales son las ideas de dignidad y natural distinción imbuidas en el ánimo de
las gentes de todas clases sociales, y que en gran manera han contribuido a
robustecer el sistema de opresión con que han sido gobernados e influido mucho
para retardar el avance de la revolución, como que este nuevo orden de cosas
privará probablemente a muchos de ellos de su situación privilegiada. Podrá
usted formarse una idea de hasta dónde se extienden estos prejuicios y de la
ignorancia del pueblo, del hecho siguiente:
Una de las objeciones que se hacían para que
Carrera no pudiera desempeñar la suprema magistratura, y que era sostenida
abiertamente por muchos que se apellidaban a sí mismos republicanos, se fundaba
en que su madre era hija de un juez, a cuya causa no podía [200] ser
considerado como de la primera clase, y, por supuesto, inadecuado para el
mando.
El clima de Chile
es, tal vez, el más agradable del mundo, si se exceptúa el de Italia, al cual
se le parece mucho. Puede decirse que aquí se goza de perpetua primavera. Jamás
nieva en los valles, y en la estación más fría del año, el agua expuesta al
aire libre no se hiela más del espesor de un peso fuerte. Sólo se cuentan dos
estaciones, que se denominan generalmente la de las aguas y la seca. El tiempo
lluvioso empieza en los últimos de mayo o principios de junio, y a contar desde
esos días llueve a intervalos durante tres o cuatro meses. En el resto del año
se goza de un tiempo sereno y parejo. Durante la época de más calor, el
mercurio raras veces sube de 90 grados del termómetro de Fahrenheit, y muy
frecuentemente, baja de los 85. La salud y la longevidad son, así, el
patrimonio de los que habitan esta deliciosa tierra. Durante la estación
lluviosa, la nieve cae en abundancia en las Cordilleras, y al ser derretida por
el sol, corre hacia los valles por innumerables arroyos, que proveen a los
habitantes de tan indispensable elemento, y sin el cual muchos lugares del país
serían enteramente inhabitables por falta de agua.
De Chile puede
decirse con verdad que es un país que «mana leche y miel». Aquí la naturaleza
[201] esparce sus tesoros con mano más que pródiga, y el que cultiva la tierra
puede estar cierto de que alcanzará con creces el fruto de su trabajo. El
trigo, que es el principal artículo de comercio, se produce en gran abundancia;
en los terrenos más pobres, nunca rinde menos de cincuenta por uno, y en las
vecindades de los ríos, donde los terrenos se pueden regar bien, se sabe que ha
producido hasta ciento por uno, y esto con bien poco cuidado de parte del
labrador. Y pues los que se dedican al cultivo de la tierra no son los
propietarios del suelo, es de suponer sin esfuerzo que no son por extremo
cumplidores de sus obligaciones; y tal es la infancia en que se halla en este
país el estado de las artes, que ni siquiera conocen ese inapreciable
instrumento del labrador que se llama el arado, en cuyo reemplazo usan una rama
grande de árbol de muchos ganchos aguzados, que arrastran por el terreno en que
se proponen sembrar el trigo.
El país produce
casi todos los frutos tropicales y vegetales, como asimismo los de climas más
fríos, y se dan sin excepción más grandes y de mejor sabor que en Estados
Unidos. El cultivo de la viña ha alcanzado gran perfeccionamiento y rinde de la
manera más prolífica. La provincia de Copiapó es afamada por sus vinos; pero
tal ramo de comercio [202] se halla pospuesto al laboreo de las minas.
Concepción le sigue en producir el mejor vino, y obtiene buenas ganancias con
este artículo.
Los caballos
chilenos proceden de la famosa raza andaluza, a los que se asegura que
sobrepujan en hermosura y rapidez. Son generalmente de baja alzada, con
miembros bien contorneados y yo he viajado cien millas en un mismo caballo, en
trece horas. Sólo se usan para la montura. Los carruajes de paseo son tirados
por parejas de mulas. Las yeguas se usan poco para la montura, a no ser por la
gente más pobre, destinándoselas para cría y para trillar el trigo. Un caballo
de paso, cuya cola arrastra por el suelo, se considera hermoso, estimándose
siempre como ordinario el ver a un caballero montado en una yegua o en un
caballo de trote. En la ciudad, uno puede estar cierto de que le harán notar
esta falta de decoro los muchachos que le vean pasar, que creen de su deber
hacer saber a uno, con voces que se pueden oír a considerable distancia, «que
es una vergüenza para un caballero cabalgar en una yegua». Aquí se puede
comprar un caballo de los corrientes por seis u ocho pesos, y uno de primera
calidad, por veinte. Los caballos abundan tanto, que con mucha frecuencia se
les mata para aprovecharse de sus pieles y sebo. [203]
El ganado vacuno
abunda también en el país y en manadas numerosas se les ve pastar alzados por
las montañas. Algunos señores que poseen grandes haciendas de engorda, matan
unas mil cabezas anualmente; se sala la carne, se seca al sol y en esta forma
se exporta. Un buey rendirá diez pesos, después de sufragar los gastos de la
matanza, y de salar y secar la carne, etc.
Las ovejas y las
cabras abundan lo bastante y estimo que podrían la lana y cordobanes ser
materia de un comercio activo, hasta con los Estados Unidos.
El cáñamo se da
aquí de calidad excelente y ya los ingleses han iniciado el tráfico de este
artículo.
Chile abunda en
minas de oro, plata, hierro, cobre, plomo y estaño. Las minas de hierro y las
de estaño no se trabajan por la falta de operarios competentes en estos ramos.
Las minas de cobre se hallan principalmente en la provincia de Coquimbo, y el
término medio del valor del quintal es de ocho pesos.
Los chilenos, esto
es, los que descienden de los españoles, son un pueblo vigoroso y alegre, del
todo exento de la tiesura y formalismo que caracteriza a los peninsulares. Son
por extremo hospitalarios, especialmente con los extranjeros, y un aspecto
decente y un comportamiento cortés bastan a asegurar [204] siempre una franca
acogida. Posadas no se conocen, a no ser en las ciudades, y cuando se viaja hay
que ocurrir a las casas particulares, donde uno puede estar cierto de hallar en
sus moradores cuanto está a su alcance que ofrecer, y raras veces será posible
conseguir que reciban alguna retribución.
Los hogares de los
chilenos de la buena sociedad son templos consagrados a inocentes pasatiempos,
y dondequiera que se junten algunos es inevitable que concurran el buen humor y
la alegría. Cada familia posee su guitarra, y casi todos los que la forman
saben tocar y cantar, y siempre que se visita es seguro que obsequiarán al
huésped con una tonada. Algunas familias, aunque contadas, poseen arpas; los
pianos son en extremo escasos y de valor casi incalculable; uno de estos
instrumentos se lleva por completo las preferencias del beau monde, y la
hermosa que sabe tocarlo, está segura de arrastrar tras sí una corte de
admiradores, en desmedro de su menos opulenta vecina que no cuenta con más
atractivos que la guitarra.
Los chilenos se
levantan entre ocho y nueve de la mañana, a cuya hora se sirven un ligero
desayuno. La mañana se dedica a los negocios, y después de comer duermen
invariablemente la siesta durante dos o tres horas. En esta parte del día las
tiendas se cierran [205] y podrá uno pasearse por toda la ciudad y
probablemente no verá cinco personas. Es dicho corriente que a esa hora sólo se
hallan despiertos los ingleses y los perros, lo que, en verdad, es
perfectamente exacto, y pretender hacer negocio alguno con los chilenos durante
el tiempo de la siesta, sería lo mismo que si en Estados Unidos alguien tratara
de negociar con un presbiteriano en día domingo. Aun en los contratos de alquiler
de los criados se establece que se les permitirá dormir su siesta después de
comer. Hacia las cinco de la tarde la ciudad se anima de nuevo, se abren las
tiendas y la gente desocupada y con ánimo de divertirse comienza a pasear por
las calles. Al ponerse el sol, toman un mate, y la noche la dedican a visitar,
bailar y cantar, hasta las once o doce, en que cenan y se retiran a descansar.
Las mujeres
chilenas poseen, por regla general, grandes atractivos personales. Su aspecto
es elegante, de ojos negros y cabellos largos, del mismo color, facciones
regulares, y de un cutis hermosísimo y transparente. La belleza externa es la
suprema aspiración de la mujer chilena, pero el entendimiento se descuida por
completo. Algunas, es cierto, se toman el trabajo de aprender a leer y
escribir, pero tales prendas se consideran secundarias, y su tiempo lo dedican
generalmente al adorno [206] de sus personas. No contentas con los encantos que
la naturaleza les ha otorgado, se esfuerzan por embellecerse mediante el empleo
de una enorme dosis de rouge y bermellón y con polvos extraídos de una hierba
que se dice posee la virtud de blanquear el cutis. Tan universal es esta
costumbre de pintarse, que en una reunión muy concurrida rara vez podrá verse
una señora que se presente sin estar del todo desfigurada.
En Chile el
domingo (como en los más de los países católico-romanos) es día de regocijo y
de diversión, estando permitido por la Iglesia que después de oír misa se
dedique al placer. Las principales diversiones del domingo consisten en
carreras de caballos, peleas de gallos y juego del billar. El paseo público
está atestado ese día con gentes de todas clases sociales, algunos en
carruajes, otros a caballo y otros a pie. El río Mapocho corre por la parte
norte de la ciudad y por el lado del sur se extiende una muralla de piedra, de
seis pies de espesor y ocho pies de alto, para impedir que el desborde de las
aguas inunde la ciudad. Este muro se prolonga por unas dos millas y está en su
parte superior pavimentado de ladrillos, y forma un paseo hermoso y fresco,
sombreado por árboles. Hacia la parte media de esta muralla existe una fuente,
a cuyos costados, en las tardes de los domingos, [207] se ve a las señoras en
sus carruajes, formados en líneas, frente a frente, dejando un espacio
suficiente para que los elegantes pasen y vuelvan a pasar a caballo. La hora de
reunión en este sitio es desde las cinco de la tarde hasta la puesta del sol,
mirándose unos a otros y saludando con inclinaciones de cabeza a sus amistades
al pasar.
Los carruajes de
paseo se llaman en Chile calesas, y son, en realidad, vehículos de pobre
aspecto. Su fábrica es como la de un birlocho, pero las ruedas se hallan detrás
de la caja, que es cerrada. Son tirados por una mula, en la cual va montado el
cochero, vestido de ordinario, con librea chillona; calzones rojos, casaca
verde, sombrero de picos con forro amarillo y frecuentemente con un haz de
plumas. Sólo las señoras suben en estos carruajes. Sería considerado indecoroso
por extremo ver juntos en uno de ellos a un caballero y una señora, aunque
fuesen marido y mujer.
Al marido chileno
se le ve muy pocas veces en público en compañía de su mujer. Tienen sus
diversiones aparte; mientras la señora y sus hijas pasean o visitan, el marido
generalmente está jugando a los naipes o al billar, y probablemente dando
lecciones a sus hijos en estas materias, que se consideran complemento
indispensable de la educación de un caballero. [208]
Jamás se permite a
las jóvenes pasear con sus pretendientes sin ir acompañadas con una mujer, de
respeto, y aun así, no se autoriza al galán que ofrezca el brazo a su dama. La
señora de edad abre la marcha, siguen las hijas, en fila de a una, los jóvenes
ocupan la retaguardia, y debe tenerse por feliz el que puede lograr una mirada
furtiva, o algún signo de aprobación con el abanico de parte de su enamorada,
sin ser notados por la mamá. En esta forma se dirigen al Tajamar, como se llama
el paseo a que me he referido, y después de revistar y ser revistados por toda
la concurrencia, emprenden el regreso en la misma forma.
La noche del
domingo se gasta, comúnmente, en el teatro, que está siempre rebosante de gente
en tal día, para ver la representación de algún drama religioso. Del arte
escénico se entiende muy poco en este país, y los actores son casi siempre
mulatos o de casta mezclada. Representan al aire libre, de ordinario en el
patio de una posada, y mientras más truhanesco sea lo que representan, tanto
más agrada la pieza. Un saltimbanqui o un titiritero siempre gusta más que un
buen actor.
Las carreras de
caballos es una de las diversiones principales de los chilenos, y a ellas
concurren hombres y mujeres de todas edades y condiciones, clases y colores.
Las grandes carreras se verifican generalmente en un [209] llano que dista como
cinco millas de la ciudad y a ellas asisten con frecuencia hasta diez mil
almas. Las señoras van en grandes carretas, entoldadas, tiradas por bueyes, y
parten por la mañana temprano, llevando consigo provisiones para el día.
Llegadas al lugar de las carreras, forman una especie de calle con las
carretas, muchas de las cuales están pintadas por afuera a semejanza de casas,
y en el interior adornadas con cortinas, etc. A la hora de la comida, cada
familia saca sus provisiones y todas se sientan en el pasto y comen juntas.
Bien poco interés se presta a las carreras, a las que se va, más que por otra
cosa, por cultivar el trato social.
Las corridas de
toros son aquí una diversión permanente y frecuentadas por gente de más suposición
de la que concurre al teatro. La plaza edificada para ese objeto es muy cómoda
y puede contener cerca de tres mil espectadores. En las corridas de las tardes,
los toros son lidiados por hombres de a caballo, armados de lanzas largas; a
menudo mueren los caballos en estas lidias, pero es tal la destreza de sus
jinetes, que rara vez reciben algún daño. Cuando un toro ha sido herido, entra
un hombre a pie al redondel, armado de una espada corta, y al desplegar una
banderola o un pañuelo encarnado, el animal arremete hacia él inmediatamente
con gran furia; le [210] deja que se aproxime bastante y saltando ágilmente a
un lado, logra la oportunidad de matarlo, metiéndole la espada por el cuello.
En una misma tarde se matan de este modo tres o cuatro. Al anochecer se traen a
la plaza toros de refresco, a los que se aplica banderillas de fuego y se les
suelta para que bramen y se retuerzan del dolor para diversión del público.
El carnaval se
celebra aquí sólo por tres días, durante los cuales se dejan ver los disfraces
más extravagantes, y el hecho es una mascarada continua. Todo el mundo anda
disfrazado, siendo casi imposible para hombres y mujeres distinguir a sus
propios hermanos o hermanas. Se reúnen en grupos de veinte o treinta, van
visitando casa por casa, tratando a todo el mundo sin ceremonia alguna y
quedándose o marchándose al tiempo que se les ocurre. Tienen por costumbre
arrojar agua desde las ventanas a los que pasan, cosa que hay que tomarla a
bien, o, en caso contrario, prepararse a recibir una nueva descarga adicional.
Agua de olor o flores tiradas sobre alguien, tienen grato significado para el
enamorado, que al momento comprende que debe estar a la mira de la actitud de
la hermosa que de tal modo le ha distinguido para seguirla; es entendido,
asimismo, que no puede quedar sin ser retribuido favor de tal naturaleza. La
[211] dama que de este modo arroja el guante, está obligada, según la
costumbre, a recogerlo, bajo pena de que se le quite la máscara, cosa que puede
resultar muy desagradable si apareciera ser una solterona o una mujer casada.
Después del
carnaval se siguen los cuarenta días de cuaresma, que se guardan con la mayor
estrictez. No se permite diversión alguna durante este tiempo y se asegura que
jóvenes y viejos hacen penitencia. En este mismo tiempo se predican sermones;
en el resto del año se dice misa solamente.
La semana de
Pasión se consagra a prácticas devotas, que se verifican con la mayor pompa y
magnificencia. Se organizan procesiones, que recorren la ciudad en las noches,
y todos los acompañantes van con su vela encendida. Se conmemora con ellas
alguno de los sucesos más culminantes de la vida de nuestro Salvador, y también
se representa su muerte. En estas procesiones se sacan andas, en las que se
representan pasos de la Cena de Nuestro Señor, con los apóstoles sentados
alrededor de la mesa, en figuras de madera de tamaño del natural; Simón
cargando la cruz; nuestro Salvador llevado al tribunal, azotado por los
esbirros, y, por fin, un simulacro de la Crucifixión.
En acompañamiento
de la imagen que representa [212] al Señor azotado, marcha cierto número de
devotos, que, a su vez, se van azotando de la manera más recia con disciplinas
de varios ramales, en cuyas puntas hay unos a manera de clavos, de plata, que a
cada golpe les hace brotar la sangre de sus cuerpos. Cuando vi por vez primera
a estos infelices, me imaginé que cumplían penitencias que les hubiesen sido
dadas por sus confesores como castigo de culpas graves; pero supe después que
se imponían ellos mismos de su voluntad semejante azotaina, con lo que dejaban
puesto muy en alto su devoción, juzgándose de su santidad por la decisión y
energía con que se aplicaban semejante tortura. Cada uno de estos penitentes va
acompañado por su sacerdote, que le exhorta a continuar la disciplina,
poniéndole por delante como ejemplo a nuestro Salvador, que soportó con
mansedumbre los azotes que le dieron los soldados.
Lo absurdo de la
propia flagelación llega a tanto extremo, que se ha fundado una casa con ese
objeto, llamada de Ejercicios, donde la gente se encierra por tiempo de diez
días, consagrados al ayuno, a la oración y a darse de azotes. Durante esos días
no se permite a nadie salir de la casa, que atienden algunos sacerdotes y se
encargan de proporcionar a sus huéspedes el alimento indispensable. Hay épocas
señaladas para los ejercicios por separado [213] de hombres y mujeres, y
también para las diferentes clases sociales.
Los sermones que
aquí se predican son de lo más impresionante que haya oído. Asistí a uno en la
noche, en la plaza del mercado, que escuchaba una inmensa muchedumbre. El
orador se había subido a una plataforma que estaba más alta que las cabezas de
sus oyentes y en la que se hallaba colocada una imagen de Cristo en la cruz. El
sermón versaba sobre la Crucifixión, y el predicador hablaba con tanta unción,
que casi no había nadie de los circunstantes que no llorase. Cuando llegó a la
parte de su tema en que nuestro Salvador es descendido de la cruz, quitó los
clavos a la imagen y fue bajada por medio de una maquinaria dispuesta al
efecto. La hora, que era la de medianoche, el elocuente lenguaje del predicador
y la manifiesta devoción de los oyentes, estaban calculados para inspirar las
más puras sensaciones y los sentimientos más devotos. En medio de aquella
multitud, que no bajaría de cinco mil almas, no se oía ni un murmullo; reinaba
un silencio general, excepto en aquellos pasajes del sermón en que el pueblo,
mientras rezaba, se golpeaba el pecho, lo que producía un ruido semejante al
lejano galopar de los caballos. En seguida, se cubrió la imagen con un manto y
se la condujo a la iglesia en donde estaba colocada. [214]
Muchas otras
ceremonias religiosas se celebran, que sólo tienen interés para los católicos;
baste decir, que todos parecen observantes de sus prácticas y prestan
reverencia ilimitada a las enseñanzas de los sacerdotes.
La influencia que
poseen los eclesiásticos sobre el ánimo del pueblo ha contribuido por mucho a
retardar la marcha de la revolución.
Esta clase social
es muy afecta a la causa realista, por efecto del poderoso lazo que se llama el
interés. Bajo el antiguo régimen, el poder de la Iglesia y el del Estado se
hallaban tan estrechamente unidos, que el uno apenas si podía mantenerse sin el
concurso del otro. Los sacerdotes veían en el progreso de la revolución y en la
consecuente ilustración del pueblo un golpe mortal asestado a su futura
grandeza, perfectamente sabedores que la libertad de discusión en materias
políticas, debía forzosamente conducir a ciertas dudas en las creencias
religiosas. En un principio, como era de esperarlo, le pusieron la proa y
trabajaron sin descanso para segarla en flor. Viendo que sus esfuerzos no
producían el efecto deseado, se hicieron más audaces y sin rebozo comenzaron a
amenazar con las penas del infierno a los partidarios de la causa de la
libertad, negándose a absolverlos si no abjuraban de sus principios políticos.
Hubieron [215] de detenerse en este camino por la muerte del obispo, pero el
que le sucedió abrazó abiertamente la causa patriota, conminando a los
confesores con una suspensión de diez años, caso de que inculcasen o fomentasen
en el ánimo del pueblo ideas contrarias a los intereses del país. Escribió
pastoral tras pastoral, dirigidas al pueblo en general, para persuadirle de que
justamente podía abrazar el nuevo orden de cosas; pero sus esfuerzos dieron
poco resultado. La silla del confesonario es tan sagrada, que no pudo saberse
nunca lo que en ella ocurría, y sería hacer muy poco honor a la inteligencia de
esos buenos padres el suponer que dejasen perder tan favorable oportunidad,
cuando con toda seguridad podían robustecer los principios realistas o
contrarrestar los de opuesta naturaleza en el ánimo de sus poco instruidos
feligreses. Muchos que manifestaban semblante de patriotas, eran realistas de
corazón y no dejaban nunca de defender la causa del Rey, siempre que podían
hacerlo sin peligro.
No deseo incluir
en esta censura a todos los eclesiásticos. Existen algunos cuyo firme apego a
la causa de la humanidad oprimida, en oposición a sus intereses particulares,
puede sólo compararse a su piedad, a su amor, a la religión, a su mansedumbre y
a sus virtudes cristianas. Tales hombres, puedo afirmarlo, se [216] hallan
hasta entre los sacerdotes católico-romanos.
El estado de las
letras en Chile es muy mísero, estando casi todo el saber relegado en el país a
los eclesiásticos. Es un hecho, sin embargo, por más extraño que a usted le
parezca, que en una ciudad fundada hace tres siglos y capital de una provincia
rica y floreciente, no se ha establecido jamás una escuela para mujeres sino
después de la revolución.
Hacia los fines
del año de 1812, el Gobierno decretó la fundación de escuelas para niños pobres
a costa del erario nacional. Resulta de un documento auténtico, que en esa
época el número total de escuelas que había en la ciudad de Santiago (que
contiene según los cálculos más bajos, más de cincuenta mil habitantes)
alcanzaba a ocho, en las cuales recibían su aprendizaje como unos seiscientos
cincuenta niños. Es evidente, por tanto, que no más de uno por cada cincuenta
de los de la generación que crecía lograba la ventaja de adquirir educación
siempre que se le proporcionaban los medios.
Bajo el antiguo
régimen estaba prohibida la introducción en el país de toda clase de libros que
no fuesen religiosos, y sólo se podía importar cierta cantidad de papel. Eran
desconocidos los instrumentos de física y matemáticas, [217] a no ser en las
casas de algunos españoles europeos, que, dándose perfectamente cuenta de las
miras del Gobierno, tenían buen cuidado de instruir en el uso de ellos a los
chilenos.
Vive actualmente
en Santiago un caballero llamado don Antonio Rojas, oriundo de esta ciudad, que
recibió su educación en Francia y España y que tuvo estrechas relaciones de
amistad con el doctor Franklin mientras residió en París. De este gran filósofo
bebió el amor a la libertad y a las ciencias, y al regresar a su país nativo se
trajo una copiosa librería y muchísimos aparatos de física. Estando alguna
gente reunida en su casa cierto día, después de la comida se propuso
entretenerles mostrándoles el poder de la electricidad. Algunos de sus
huéspedes, incapaces de formarse una idea de cómo se producía la chispa
eléctrica, atribuyeron la cosa a intervención sobrenatural, yendo en el acto a
denunciarlo a los ministros de la Santa Inquisición (17), que [218] tuvieron
inmediato conocimiento de este atroz pecado, como le llamaron, y su venerable
perpetrador, merced a la ignorancia, fue enviado a Lima para ser enjuiciado y
castigado. Por fortuna para él, los inquisidores no estaban tan destituidos de
saber como sus delegados, y después de haber permanecido encerrado durante
varios meses, fue dado por libre. Al regresar a su casa, se halló con que los
ministros de la Inquisición habían hecho pedazos sus aparatos y entregado a las
llamas la mayor parte de sus libros, reservando sólo aquellos que su capacidad
les permitía entender.
El antiguo
Gobierno podía esperar continuar en el poder mientras el pueblo se mantuviese
sumido en la más profunda ignorancia.
El nuevo
comprendió que su mayor fuerza estaba en procurar la ilustración general.
Adoptose en el acto un camino diametralmente opuesto, fomentando la educación y
declarando libres de derechos la importación de libros y de instrumentos
científicos. Se estableció una imprenta, y un periódico, hasta entonces
desconocido en Chile, se publicó con licencia del Gobierno. Se hizo una
tentativa digna de aplauso para fundar una universidad en la que pudieran
enseñarse las ciencias y los idiomas extranjeros, que no surgió por falta de
profesores. [219]
Los benéficos
resultados de estas medidas fueron casi inconcebibles. Los que de antes no
habían dedicado un solo momento a las tareas literarias, llegaron a enamorarse
del saber y consagraron mucho tiempo y empeño al estudio. La prensa les daba
ocasión para comunicar el fruto de sus trabajos a la masa del pueblo, y en
breve la opinión pública estuvo tan bien dirigida, que aun los menos instruidos
llegaron a alcanzar un mediocre conocimiento de las diversas formas de
gobierno, y de esas cuál era la más adecuada para conservar incólumes los
derechos del pueblo.
Se establecieron
escuelas en todos los barrios de la ciudad, donde los hijos de los más pobres
eran enseñados gratis, y a las cuales estaban sus padres obligados a enviarlos.
En ellas se les enseñaba, además de las nociones elementales, un catecismo de
religión y también uno político. Medida de gobierno era ésta bien calculada
para propagar la forma republicana de gobierno, y que demostraba en su autor un
profundo conocimiento de la naturaleza humana. El catecismo político comenzaba
de este modo: «¿De qué nación es usted? -Soy americano. -¿Cuáles son sus
deberes como tal? -Amar a Dios y a mi patria, consagrar mi vida a su servicio,
obedecer las órdenes del Gobierno y combatir por la defensa y sostén de los
principios [220] republicanos. -¿Cuáles son las máximas republicanas? -Ciertos
sabios dogmas encaminados a hacer la felicidad de los hombres, que establecen
que todos hemos nacido iguales y que por ley natural poseemos ciertos derechos,
de los cuales no podemos ser legítimamente privados.» Se consigna en seguida
una larga enumeración de privilegios de que se goza bajo el imperio de la forma
republicana de gobierno, en contraste con lo que el pueblo padecía bajo el
antiguo régimen colonial de España. Una vez por semana se celebra un certamen
escolar público, en el que se ejercita a los niños en el referido catecismo y
se otorgan premios a los que se manifiestan saberlo mejor. Se señalan también
dos de los muchachos más despiertos para que declamen discursos redactados en
forma de diálogo entre un español europeo y un americano, en los cuales aquél
sostiene el derecho de conquista como suficiente título del rey a su poder
absoluto. El que lleva la representación de América, va armado de fuertes
argumentos para sostener su causa, basados en los derechos del hombre, y
concluye por derrotar a su contradictor, que acaba por convertirse al nuevo
régimen. Toda esta argumentación aparece redactada en términos claros y
sencillos, calculados para que los entiendan aun los de pocos alcances, estando
enderezada [221] sólo para instrucción de los que no saben leer o no tienen
medios para adquirir libros.
A pesar del
general progreso ya alcanzado en la instrucción, todavía tiene grandísima
influencia la superstición sobre la mente de los chilenos y difícilmente podrá
esperarse algún cambio en sus ideas religiosas mientras viva la presente
generación. Los de opiniones más avanzadas en otras materias guardan el más
profundo silencio tocante a éstas, y la manifestación de una duda cualquiera
sobre el origen divino de la más insignificante ceremonia religiosa, expondría
al punto a quien lo sostuviera a la abominación de sus más íntimos amigos y aun
de sus parientes. Puede un hombre ser culpable de robo o asesinato y encontrar
indulgencia; pero aquél que se muestra vacilante en su credo religioso, se le
considera culpable de un pecado imperdonable.
Un caballero
americano, inadvertidamente manifestó una vez en cierto banquete a que asistía,
que Chile jamás gozaría de completa libertad política mientras no existiese la
de la conciencia. Consideró el anfitrión tal aserto como un gran insulto,
significándole en el acto que podía excusar su presencia allí. De hecho, bastó
esto solo para levantar tan gran escándalo, que consideró conveniente
ausentarse de la ciudad por algún tiempo hasta que el incidente se olvidase.
[222]
Por el estado de
trastorno en que Chile se hallaba a la fecha de mi última carta, es imposible
adelantar una hipótesis acerca de cuál haya de ser el resultado de las
contiendas de la revolución; es posible que sea sofocada por los astutos
manejos de Hillyar, por algún tratado que someta al país al poder del virrey
del Perú; pero es igualmente factible que la gran masa del pueblo derribe al
necio de Lastra del encumbrado puesto en que se halla y libre de su cautiverio
a los dos Carreras, o, por lo menos, entregue las riendas del gobierno a un
patriota convencido, dotado de los talentos necesarios para poner en juego
todos los recursos del país, y merced a un gran esfuerzo, arrojar a sus
invasores.
Es razonable
suponer que aunque la tiranía predomine por algún tiempo todavía, el espíritu
de libertad que ha empezado a brotar, arraigue lo bastante para que no pueda
ser del todo apagado con un soplido. Gobernantes débiles e intrigantes podrán
envolver al país en desastres y en la deshonra, pero el espíritu de un pueblo
que ha gozado de los derechos a que le hacen acreedor «las leyes de la
naturaleza y del Dios de la naturaleza», no podrá resignarse jamás a soportar
el degradante yugo de un poder extraño. En una calamidad nacional, el espíritu
de partido debe desaparecer ante las exigencias de los sufrimientos [223] de
todos, y la unión logrará lo que la disensión ha mantenido hasta entonces
relegado a segundo término. Han de escarmentar por sus reveses del momento,
porque les enseñarán el valor de aquella gran máxima, que «en la unión está la
fuerza», y los miembros todos, de la gran familia nacional sabrán estimar los
servicios de un hermano. Entonces, sólo el mérito pasará a ser la única
recomendación para aquel que aspire a sobresalir, y vanas e imaginarias
preocupaciones habrán de desvanecerse delante de este templo, que la razón
natural, despertada y puesta en acción por la necesidad, habrá erigido en el
alma de todo ciudadano.
Cualquiera que sea
lo que ocurra, la generación que se levanta, que comienza ahora a iniciarse en
los misterios del gobierno y ha aprendido desde la cuna a entonar los himnos de
libertad, no se resignará jamás a ser gobernada con el grado de rigor que hasta
ahora ha sido la máxima favorita de España. Llegarán a los días de la madurez
con sentimientos e impresiones diversos y bajo auspicios más favorables que los
que tuvieron sus padres, y en vez de seres a quienes los despiadados manejos de
la tiranía ha tenido privados de los atributos todos de criaturas racionales,
excepción hecha de la apariencia exterior, saldrán en la majestad de la
naturaleza, hombres [224] sin mancha, dotados de razón y de las virtudes que le
son anexas, y los opresores del padre quizás se verán forzados a inclinarse
reverentes ante su progenie regenerada.
Chile, bajo un
gobierno independiente, aventaja en mucho a las otras colonias españolas, y
está llamado a que se le considere con preferencia por el comerciante
emprendedor o manufacturero de los Estados Unidos.
Un cargamento de
géneros de lana o lino, armas, utensilios de agricultura, artículos de menaje,
libros o papel, rendirá seguramente una utilidad de ciento cincuenta a
doscientos por ciento, y el comerciante recibirá en cambio metales preciosos, o
barras de cobre, cueros y sebo, que, a su vez, dejarán considerable ganancia en
Estados Unidos; o bien fletar un cargamento de cobre y vender el sobrante en
China, para regresar a Chile con sedería o artículos de fantasía de manufactura
de aquel país, que, en tal caso, sus ganancias serían inmensas.
Los chilenos
dependen del comercio extranjero casi de todo artículo manufacturado. Los
únicos que produce el país son ciertos géneros de los más ordinarios y mantas y
frazadas. Se hallan deseosos de introducir las manufacturas, y fabricantes y
artesanos de cualquiera especie pueden estar seguros de hallar allí todo género
de utilidades. [225]
Son numerosas las
ventajas que se ofrecen en Chile a los fabricantes u operarios que a él
emigren. El trabajo manual es muy barato y la materia prima abundantísima.
Puede contratarse a un hombre para el trabajo más duro, por 25 centavos al día,
y si por meses o al año, mucho más barato todavía; mercado siempre abierto en
todo tiempo y para toda clase de mercaderías, y casi al precio que se les
señala. Además, el trabajador chileno, aunque carece de inventiva, es buen
imitador, y operarios en casi todos los ramos de la mecánica es seguro que se
han de formar en muy breve tiempo. Añádese a esto el agrado de vivir en uno de
los países más hermosos, «que el sol en su diaria visita se digna de mirar»,
habitado por un pueblo cortés y generoso, y donde cuanto es necesario para la
vida, y aun las cosas de mero regalo, son tan baratas, que se hallan al alcance
de las personas más modestas.
De usted, etc.